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Poder Por La
Oración
Por E. M. Bounds
Capitulo:
1.
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16. La Dinámica Espiritual
Si algunos cristianos que se quejan de sus
ministros hablaran e hicieran menos ante los hombres y
se aplicaran con todas sus fuerzas a clamar a Dios por
sus ministros --despertando y conmoviendo al cielo con
sus oraciones humildes, constantes y fervorosas--
habrían podido hacer mucho más para encaminarlos por el
éxito.
Jonathan Edwards
De alguna manera, la práctica de
orar particularmente por el predicador, ha caído en desuso o
quedado descartada. Ocasionalmente hemos oído censurar esta
práctica como un desprestigio para el ministerio, tomándose
como una declaración pública de ineficiencia de los
ministros por parte de quienes la hacen.
La oración, para el predicador, no
es simple deber de su profesión, o un privilegio, sino una
necesidad. El aire nos es más necesario a los pulmones que
la oración al predicador. Es absolutamente indispensable
para el predicador orar. Pero también es de absoluta
necesidad orar por el predicador. Estas dos proposiciones
están ligadas por una unión en la que no puede existir
ningún divorcio. "El predicador debe orar; ha de orarse por
el predicador." Este deberá orar cuanto pueda y procurará
que se ore por él cuanto se pueda para enfrentarse con su
tremenda responsabilidad y obtener en esta gran obra el
éxito más grande y real. El verdadero predicador, además de
que cultiva en sí mismo el espíritu y la práctica de la
oración en su forma más intensa, ambiciona con anhelo las
oraciones del pueblo de Dios.
Cuanto más santo es un hombre tanto
más estima la oración; distingue con más claridad que Dios
desciende hasta los que oran y que la medida de la
revelación de Dios al alma es la medida del deseo del alma
de elevar su oración importuna a Dios. La salvación nunca
encuentra su camino en un corazón sin oración. El Espíritu
Santo no habita en un espíritu sin oración. La predicación
nunca edifica a un alma que no ora. Cristo desconoce a los
cristianos que no oran. El evangelio no puede ser proyectado
por un predicador sin oración. Las cualidades, los talentos,
la educación, la elocuencia, el llamamiento de Dios, no
pueden disminuir la demanda de oración, sino sólo
intensificar la necesidad de que el predicador ore. Cuanto
más consciente sea el predicador de la naturaleza,
responsabilidades y dificultades de su trabajo tanto más
verá, y, si es un verdadero predicador, tanto más sentirá la
necesidad de orar; no sólo la exigencia creciente de oración
personal, sino de que otros le ayuden con sus oraciones.
Pablo es una ilustración de lo que
acabamos de expresar. Si alguien pudo difundir el evangelio
por la eficacia del poder personal, por la fuerza
intelectual, por la cultura, por la gracia que le había sido
conferida, por la comisión apostólica de Dios, por su
extraordinario llamamiento, ese hombre fue Pablo. En él
tenemos un ejemplo eminente de que el verdadero predicador
apostólico ha de ser un hombre dado a la oración y ha de
contar con las oraciones de personas piadosas que den a su
ministerio un complemento de intercesión. Pide y anhela con
súplicas apasionadas la ayuda de todos los santos de Dios.
Sabía que en el reino espiritual como en cualquiera de otra
naturaleza, la unión hace la fuerza; que la concentración y
reunión de fe, deseo y oración aumentan el volumen de fuerza
espiritual hasta hacerla preponderante e irresistible en su
poder. Las unidades combinadas en la oración, como las gotas
de agua, constituyen un océano que desafía toda resistencia.
Por eso, Pablo, con su clara y completa comprensión de la
dinámica espiritual, determinó hacer su ministerio tan
grandioso, eterno y avasallador como el océano, por captar
todas las unidades dispersas de oración y precipitarlas
sobre su ministerio. La solución de la preeminencia de Pablo
en trabajos y resultados y su influencia sobre la iglesia y
el mundo, ¿no se encontrará en su habilidad para centralizar
en su persona y en su ministerio más oraciones de los que
otros tuvieron? A sus hermanos en Roma escribió: "Pero os
ruego, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por el amor
del Espíritu, que me ayudéis orando por mí a Dios". A los
Efesios dice: "Orando en todo tiempo con toda oración y
súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda
perseverancia y súplica por todos los santos; y por mí, a
fin de que al abrir mi boca me sea dada palabra para dar a
conocer con denuedo el misterio del evangelio". A los
colosenses él enfatiza: "Orando también al mismo tiempo por
nosotros, para que el Señor nos abra puerta para la palabra,
a fin de dar a conocer el misterio de Cristo, por el cual
también estoy preso, para que lo manifieste como debo
hablar". Para los tesalonicenses dijo fuerte y severamente:
"Hermanos, orad por nosotros." Llama en su auxilio a la
iglesia de Corintio con las palabras: "Cooperando también
vosotros a favor nuestro con la oración". Este era parte de
su trabajo, darle una mano de ayuda con la oración. En otra
recomendación final a la iglesia de Tesalónica acerca de la
necesidad e importancia de sus oraciones, dice: "Por lo
demás, hermanos, orad por nosotros, para que la palabra del
Señor corra y sea glorificada, así como lo fue entre
vosotros, y para que seamos librados de hombres perversos y
malos". Procura que los filipenses comprendan que todas sus
pruebas y tribulaciones puedan tornarse en bien para la
extensión del evangelio por la eficacia de las oraciones en
su favor. A Filemón le pide prepararle alojamiento porque
espera que en respuesta a sus oraciones será su huésped.
La actitud de Pablo en esta cuestión
ilustra su humildad y su profundo conocimiento de las
fuerzas espirituales que proyectan el evangelio. Más aún,
enseña una lección para todos los tiempos, pues si Pablo
confió su éxito a las oraciones de los santos de Dios,
cuánto mayor es la necesidad actual de que las plegarias de
los fieles estén centralizadas en el ministerio de hoy día.
Pablo no creyó que su demanda
urgente de oración rebajaría su dignidad, disminuiría su
influencia o reduciría su piedad. ¿Qué le importaba si esto
fuera así? Que su dignidad se perdiera, que su influencia se
aniquilara, que su reputación menguara, pero él necesitaba
de las oraciones de los creyentes. Llamado, comisionado, el
primero de los apóstoles como él era, sin embargo, todo su
equipo era imperfecto sin las oraciones de su pueblo.
Escribió cartas a todas partes, pidiendo que oraran por él.
¿Oramos por nuestros predicadores? ¿Oramos por ellos en
secreto? Las oraciones públicas son de poco valor si no
están fundadas o seguidas por oraciones privadas. Los que
oran son para el predicador lo que Aarón fue para Moisés.
Sostienen sus manos y deciden la batalla que ruge airado a
su derredor.
El empeño y propósito de los
apóstoles fue poner a la iglesia en oración. No descuidaron
la gracia de dar gozosamente. No olvidaron el lugar que la
actividad y el trabajo religioso ocupaban en la vida
espiritual; pero ninguno ni todos éstos, por la estimación e
importancia que les dieron los apóstoles, pudieron
compararse en necesidad y urgencia con la oración. Usaron
los ruegos más grandes y perentorios, las exhortaciones más
fervientes, las palabras más elocuentes y de mayor alcance
para hacer valer la obligación y la necesidad apremiante de
la oración.
"Quiero, pues, que los hombres oren
en todo lugar", es la demanda del esfuerzo apostólico y la
clave de su éxito. Jesucristo mostró el mismo empeño en los
días de su ministerio personal. Cuando fue motivado por
compasión infinita ante los campos de la tierra listos para
la siega que perecían por falta de trabajadores --haciendo
una pausa en su propia oración-- trata de despertar la
embotada sensibilidad de sus discípulos al deber de la
oración, dándoles este encargo: "Rogad, pues, al Señor de la
mies, que envíe obreros a su mies." "También les refirió
Jesús una parábola sobre la necesidad de orar siempre, y no
desmayar".
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