LOS APOSTATAS Y LOS
NOVACIANOS: EL RIGORISMO
PALEOCRISTIANO
Introducción:
Estudiando sobre las
persecuciones de los cuatro
primeros siglos del
cristianismo, siempre me
produce gran turbación la
actitud de la iglesia de la
época ante los creyentes que
cayeron en apostasía frente
al tormento. Una de las
causas de más divisiones en
esta primitiva iglesia fue
la cuestión de qué hacer con
los que habían apostatado al
sacrificar a los ídolos o al
negar a Jesús. Mientras los
unos pensaban que ya no
había restauración posible
para ellos, otros, tras un
tiempo de "penitencia" los
querían admitir una vez más
en la comunión de la
iglesia. Para mi, como
cristiano del siglo XXI, la
cuestión que se me plantea
no es cual de estas dos
posiciones era o sería la
correcta. Para mi la
pregunta es: Viendo la
seriedad y rigor de estos
hermanos de hace ya 21
siglos... ¿merecemos
llamarnos cristianos hoy en
día?... Solo el Señor lo
sabe. En todo caso, pasemos
a leer sobre la controversia
que se produjo entorno a
esta cuestión en el siglo
III de nuestra era.
J. P. V.
Solo Dios es Sabio
En el año 249 Decio se ciñó
la púrpura imperial. Aun
cuando los historiadores
cristianos le han
caracterizado como un
personaje cruel, Decio era
sencillamente un romano de
corte antiguo, y un hombre
dispuesto a restaurar la
vieja gloria de Roma. Por
diversas razones, esa gloria
parecía estar perdiendo su
lustre. Los bárbaros allende
las fronteras se mostraban
cada vez más inquietos y más
atrevidos en sus incursiones
dentro de los dominios del
Imperio. La economía del
Imperio se encontraba en
crisis. Y las viejas
tradiciones caían cada vez
en mayor desuso.
Para un romano tradicional,
resultaba claro que una de
las razones por las que todo
esto sucedía era que el
pueblo había abandonado el
culto de sus dioses: Cuando
todos adoraban a los dioses,
las cosas parecían marchar
mucho mejor, y la gloria y
el poderío de Roma eran cada
vez mayores. En
consecuencia, cabria pensar
que lo que estaba sucediendo
era que, puesto que Roma les
estaba retirando su culto,
los dioses a su vez le
estaban retirando su favor
al viejo Imperio. En ese
caso, una de las medidas que
se imponían en el intento de
restaurar la vieja gloria de
Roma era la restauración de
los viejos cultos. Si todos
los súbditos del Imperio
volvían a adorar a los
dioses, posiblemente los
dioses volverían a favorecer
al Imperio.
Esta fue la principal razón
de la política religiosa de
Decio. No se trataba ya de
los viejos rumores acerca de
las prácticas nefandas de
los cristianos, ni de la
necesidad de castigar su
obstinación, sino que se
trataba más bien de una
campaña religiosa que
buscaba la restauración de
los viejos cultos En último
análisis, lo que estaba en
juego era la supervivencia
de la vieja Roma de los
Césares, con sus glorias y
sus dioses. Todo lo que se
oponía a esto era falta de
patriotismo y alta traición.
Dada la razón de la política
de Decio, la persecución que
este emperador desató tuvo
características muy
distintas de las anteriores:
El propósito del emperador
no era crear mártires, sino
apóstatas.
Casi cincuenta años antes,
Tertuliano había dicho que
la sangre de los mártires
era semilla, pues mientras
más se le derramaba más
cristianos había. Las
muertes ejemplares de los
mártires de los primeros
años no podían sino conmover
a quienes las presenciaban,
y por tanto a la larga
favorecían la diseminación
del cristianismo Si, por
otra parte, se lograba que
algún cristiano, ante la
amenaza de muerte o el dolor
de la tortura, renunciase de
su fe, ello constituiría una
victoria en la política
imperial de restaurar el
paganismo. Aunque el edicto
de Decio que inició la
persecución no se ha
conservado, resulta claro
que lo que Decio ordenó no
fue que se destruyera a los
cristianos, sino que era
necesario volver al culto de
los viejos dioses. Por
mandato imperial, todos
tenían que sacrificar ante
los dioses y que quemar
incienso ante la estatua del
emperador. Quienes así lo
hicieran, obtendrían un
certificado como prueba de
ello y quienes carecieran de
tal certificado serian
tratados como criminales que
habían desobedecido el
mandato imperial.
Como era de suponerse, este
mandato imperial tomó a los
cristianos por sorpresa Las
generaciones que se habían
formado bajo el peligro
constante de la persecución
habían pasado, y las nuevas
generaciones no estaban
listas a enfrentarse al
martirio. Algunos corrieron
a obedecer el edicto
imperial tan pronto como
supieron de él. Otros
permanecieron firmes por
algún tiempo, pero cuando
fueron llevados ante los
tribunales of recieron
sacrificio ante los dioses.
Otros, quizá más astutos, se
valieron de artimañas y del
poder del oro para obtener
certificados falsos sin
haber sacrificado nada
Otros, en fin, permanecieron
firmes. y se dispusieron a
afrontar las torturas más
crueles que sus verdugos
pudieran imponerles. Puesto
que el propósito de Decio
era obligar a las gentes a
sacrificar, fueron
relativamente pocos los que
murieron durante esta
persecución. Lo que se hacia
era más bien detener a los
cristianos y, mediante una
combinación de promesas,
amenazas y torturas, hacer
todo lo posible para
obligarles a abjurar de su
fe. Fue bajo tales
circunstancias que Orígenes
sufrió las torturas que a la
postre causaron su muerte. Y
el caso de Orígenes se
repitió centenares de voces
en todas partes del Imperio.
Ya no se trataba de una
persecución esporádica y
local, sino más bien
sistemática y universal,
como lo muestra el hecho de
que se han conservado
certificados comprobando
sacrificios ofrecidos en los
lugares más recónditos del
Imperio. Todo esto dio
origen a una nueva dignidad
en la iglesia, la de los
"confesores".
Hasta entonces, quienes eran
llevados ante los tribunales
y permanecían firmes en su
fe terminaban su vida en el
martirio. Los que
sacrificaban ante los dioses
eran apóstatas. Pero ahora,
con la nueva situación
creada por el edicto de
Decio, apareció un grupo de
aquellos que permanecían
firmes en la fe, pero cuya
firmeza no llevaba a la
corona del martirio. A estas
personas que habían
confesado la fe en medio de
las torturas se les dio cl
titulo de "confesores". La
persecución de Decio no duró
mucho. En el año 251 Galo
sucedió a Decio, y la
persecución disminuyó. Seis
años más tarde, bajo
Valeriano, antiguo compañero
de Decio, hubo una nueva
persecución. Pero cuando en
el año 260 los persas
hicieron prisionero a
Valeriano, la iglesia gozó
de nuevo de una paz que duró
más de cuarenta años.
A pesar de su breve
duración, la persecución de
Decio fue una dura prueba
para la iglesia. Esto se
debió, no sólo al hecho
mismo de la persecución,
sino también a las nuevas
cuestiones a que los
cristianos tuvieron que
enfrentarse después de la
persecución. En una palabra,
el problema que la iglesia
confrontó era la cuestión de
qué hacer con los "caídos",
con los que de un modo u
otro habían sucumbido ante
los embates de la
persecución. El problema se
agravaba por varias razones
Una de ellas era que no
todos habían caído de igual
modo o en igual grado.
Difícilmente podría
equipararse el caso de
quienes habían corrido a
sacrificar ante los dioses
tan pronto como habían oído
acerca del edicto imperial
con el de los que se habían
valido de diversos medios
para procurarse
certificados, pero nunca
habían sacrificado. Había
otros que, tras un momento
de debilidad en el cual se
habían rendido ante las
amenazas de las autoridades,
querían volver a unirse a la
iglesia mientras duraba
todavía la persecución,
sabiendo que ello
probablemente les costaría
la libertad y quizá la vida.
Dado el gran prestigio de
los confesores, algunos
pensaban que eran ellos
quienes tenían la autoridad
necesaria para restaurar a
los caídos a la comunión de
la iglesia. Algunos
confesores, particularmente
en el norte de África,
reclamaron esa autoridad, y
comenzaron a desempeñarla. A
esto se oponían muchos de
los obispos, para quienes
era necesario que el proceso
de restauración de los
caídos se hiciera con orden
y uniformidad, y quienes por
tanto insistían en que solo
la jerarquía de la iglesia
tenia autoridad para regular
esa restauración. Por
último, había quienes
pensaban que toda la iglesia
estaba cayendo en una
laxitud excesiva, y que se
debía tratar a los caídos
con mucho mayor rigor.
Como ejemplo de esta
persecución vamos a
transcribir las actas del
proceso de Acacio, obispo y
mártir, en el año 250 d.c.
(Haz clic si quieres leer el
acta
del martirio de Acacio)
La controversia surge cuando
se plantea que hacer con los
que durante la persecución
negaron la fe y a
Jesucristo. Los confesores o
"mártires" que habían
resistido la prueba,
especialmente los
norteafricanos, se tomaron
la potestad (debido al gran
prestigio que tenían) de
restaurar a los caídos, pero
muchos obispos no lo
permitieron, juzgando que se
debería hacer con orden. En
el debate que surgió en
torno de esta cuestión, dos
personajes se distinguen por
encima de los demás:
Cipriano de Cartago y
Novaciano de Roma. Cipriano
se había convertido cuando
tenia unos cuarenta años de
edad, y poco tiempo después
había sido electo obispo de
Cartago Su teólogo favorito
era Tertuliano, a quien
llamaba "el maestro". Al
igual que Tertuliano,
Cipriano era ducho en
retórica, y sabía exponer
sus argumentos de forma
aplastante. Sus escritos,
muchos de los cuales se
conservan hasta el día de
hoy son preciosas joyas de
la literatura cristiana del
siglo tercero. Cipriano
había sido hecho obispo muy
poco tiempo antes de
estallar la persecución, y
cuando ésta llegó a Cartago,
Cipriano pensó que su deber
era huir a un lugar seguro,
con algunos otros dirigentes
de la iglesia, y desde allí
seguir pastoreando a su grey
mediante una correspondencia
nutrida. Como era de
suponerse, muchos vieron en
esta decisión un acto de
cobardía. El clero de Roma,
por ejemplo, que acababa de
perder a su obispo en la
persecución, le escribió
pidiéndole cuentas de su
actitud. Cipria no insistió
en que su exilio era la
decisión más sabia para el
bien de su grey, y que era
por esa razón que había
decidido huir, y no por
cobardía. De hecho, su valor
y convicción quedaron
probados pocos años más
tarde, cuando Cipriano
ofreció su vida como mártir.
Pero por lo pronto su propia
autoridad quedaba , puesta
en duda, pues los
confesores, que habían
sufrido por su fe, parecían
tener más autoridad que él.
Algunos de los confesores
deseaban que los caídos que
querían volver a la iglesia
fueran admitidos
inmediatamente, sólo sobre
la base de su
arrepentimiento. Pronto
varios presbíteros, que
habían tenido otros
conflictos con Cipriano, se
unieron a los confesores, y
se produjo un cisma que
dividió a la iglesia de
Cartago y de toda la región
circundante. Cipriano
entonces convocó a un sínodo
-es decir, una asamblea de
los obispos de la región-
que decidió que quienes
habían comprado u obtenido
certificados sin haber
sacrificado podían ser
admitidos a la comunión
inmediatamente si mostraban
arrepentimiento. Los que
habían sacrificado no serian
admitidos sino en su lecho
de muerte, o cuando una
nueva persecución les diera
oportunidad de mostrar la
sinceridad de su
arrepentimiento. Los que
habían sacrificado y no se
arrepentían, no serian
admitidos jamás, ni siquiera
en su lecho de muerte. Por
último, los miembros del
clero que habían sacrificado
serian depuestos
inmediatamente. Con estas
decisiones terminó la
controversia, aunque el
cisma continuó por algún
tiempo. La principal razón
por la que Cipriano insistía
en la necesidad de regular
la admisión de los caídos a
la comunión de la iglesia
era su propio concepto de la
iglesia. La iglesia es el
cuerpo de Cristo, que ha de
participar de la victoria de
su Cabeza. Por ello, "fuera
de la iglesia no hay
salvación", y "nadie que no
tenga a la iglesia por madre
puede tener a Dios por
padre". En su caso, esto no
quería decir que hubiera que
estar de acuerdo en todo ,
con la jerarquía de la
iglesia. Cipriano mismo tuvo
sus disputas con la
jerarquía de la iglesia de
Roma, pero si implicaba que
la unidad de la iglesia era
de suma importancia. Puesto
que las acciones de los
confesores amenazaban con
quebrantar esa unidad,
Cipriano se sentía obligado
a rechazar esas acciones e
insistir en que fuera un
sínodo el que decidiera lo
que habría de hacerse con
los caídos. Además, no hemos
de olvidar que Cipriano era
fiel admirador de
Tertuliano, cuyas obras
estudiaba con asiduidad. El
espíritu rigorista de
Tertuliano se hacia sentir
en Cipriano y en su
insistencia en que los
caídos no fueran admitidos
de nuevo a la comunión de la
iglesia con demasiada
facilidad. La iglesia debía
ser una comunidad de santos,
y los idólatras y apóstatas
no tenían lugar en ella.
Mucho más rigorista que
Cipriano era Novaciano,
quien en Roma se oponía a la
facilidad con que el obispo
Cornelio admitía de nuevo a
la comunión a los que habían
caído. Años antes, había
habido un conflicto
semejante en la misma ciudad
de Roma, cuando Hipólito
rompió con el obispo Calixto
porque éste estaba dispuesto
a perdonar a los que habían
fornicado y regresaban
arrepentidos. En aquella
ocasión, el resultado fue un
cisma, de modo que llegó a
haber dos obispos rivales en
Roma. También ahora, en el
caso de Novaciano, se
produjo otro cisma, pues
Novaciano insistía en que la
iglesia debía ser pura, y
las acciones de Cornelio al
admitir a los caídos la
mancillaban. El cisma de
Hipólito no había durado
mucho; pero el de Novaciano
perduraría por varias
generaciones. La importancia
de todo esto es que muestra
cómo la cuestión de la
restauración de los caídos
fue una de las
preocupaciones principales
de la iglesia occidental -es
decir, de la iglesia en la
parte del Imperio que
hablaba el latín- desde
fecha muy temprana. La
cuestión de qué debía
hacerse con los que pecaban
después de su bautismo
dividió a la iglesia
occidental en repetidas
ocasiones. De esa
preocupación surgió todo el
sistema penitencial de la
iglesia. Y a la larga la
Reforma Protestante fue en
su esencia una protesta
contra ese sistema Todo
esto, empero, pertenece a
otros siglos de la historia.
El cisma de Novaciano no
arrancó, contra lo que pueda
parecer a simple vista, de
una disputa doctrinal, ni
siquiera disciplinaria. En
su origen se hallan la
rivalidad y la envidia. A la
muerte de Fabiano, el
presbítero Novaciano
abrigaba fuertes esperanzas
de ser elegido obispo de
Roma. Se atribuyen a él dos
cartas conservadas por
Cipriano, escritas en nombre
de la sede romana mientras
ésta estaba vacante. Por
estos escritos y por la
actitud de la Iglesia romana
entonces, se desprende que
los puntos de vista de
Novaciano sobre los lapsi
eran los de la mayoría. Sin
embargo, cuando Cornelio fue
elegido obispo de Roma (año
251), Novaciano mudó de
pensamiento y exigió que los
apóstatas fueran
excomulgados para siempre.
Como Cornelio se opusiera a
sus puntos de vista se hizo
ordenar obispo por tres
prelados según nos cuenta
Eusebio y así creó un cisma
en la Iglesia romana.
El partido de Novaciano fue
reforzado con la llegada a
Roma de Novato, enemigo de
Cipriano que siempre se
opuso a la elección de éste
para la sede de Cartago.
También Novato había
sostenido antes el punto de
vista tolerante sobre la
Penitencia de los lapsi,
pero para oponerse a
Cipriano adoptó las ideas
rigoristas. Novaciano y
Novato, convertidos en
dirigentes del partido
cátaro, se enfrentaron así a
Cornelio de Roma y Cipriano
de Cartago. Aparte de su
encono extremista en contra
de los lapsi, eran ortodoxos
en todos los puntos
importantes de la fe. En
realidad, se considera a
Novaciano como uno de los
exponentes de la teología
trinitaria más pura del
siglo III y como dice
Quasten: «Fue el primer
teólogo romano que publicó
libros en latín y es, por lo
tanto, uno de los fundadores
de la teología romana».
El novacianismo llegó a ser
una secta importante. Se
extendió desde Siria a
España y continuo existiendo
varios siglos. Como había
ocurrido con el montanismo,
lejos de sus orígenes se
perfiló más moderadamente
como un movimiento puritano
que supo ganarse el respeto
en muchos lugares.
En el año 251, cuando
después de la muerte de
Decio, la persecución
decrece y las Iglesias viven
un tiempo de paz, la
cuestión de los lapsi y el
movimiento novaciano ocupan
la atención de las
cristiandades. La actividad
conciliar se torna
incesante. Son cuestiones
que atañen, en realidad, a
todas las Iglesias pues
todas han sufrido el azote
de la persecución y las
teorías de Novaciano y
Novato se difunden por todas
partes
Tan pronto como Cipriano
volvió a su sede de Cartago
escribió un tratado sobre
los lapsi. Convocó
seguidamente un concilio en
la primavera de 251 que leyó
su tratado, lo aprobó y lo
convirtió en la base de la
actuación que las Iglesias
debían tomar en la cuestión
compleja y delicada de los
lapsi en todo el norte de
Africa. No acabó aquí la
actividad de Cipriano.
Comunicó las decisiones del
Concilio de Cartago a Roma y
a las principales ciudades
del Imperio, deseando se
tomaran parecidas medidas en
todas las Iglesias. El mismo
Cipriano, en carta dirigida
a Antoniano, obispo de la
Numidia, explica:
"Todo
esto comuniqué por
carta en detalle al
clero de Roma, a la
sazon sin obispo, y
a los confesores, el
presbítero Máximo y
los demás que
estaban en la
cárcel,y
recientemente en
comunión con la
Iglesia y con
Cornelio; puedes
asegurarte de esto
por las
respuestas... Estas
cartas fueron
enviadas por todo el
mundo y llevadas a
conocimiento de
todas las Iglesias y
de todos los
hermanos.
"Con todo, en
conformidad con la
resolución antes
tomada, apagada ya
la persecución,
habiendo posibilidad
de reunirse, un gran
número de obispos
que su fe y la
protección del Señor
los conservó sanos e
incólumes, nos
reunimos.
Compulsados los
textos de la Sagrada
Escritura en largo
estudio por una y
otra parte,
consideramos el
equilibrio con
saludable
moderación, de modo
que no se les
denegase totalmente
a los "lapsos" la
esperanza de la
comunión y de la paz
para que no cayeran
en la desesperación
y, por cerrarles la
vuelta a la Iglesia,
se entregasen a una
vida de paganos,
siguiendo el
espíritu del siglo;
ni tampoco, por otra
parte, se aflojase
la severidad
evangélica, para
pasar a la ligera a
la comunión... Y por
si no es considerado
suficiente el número
de obispos de África
escribimos también a
Roma sobre este
asunto, a nuestro
colega Cornelio, que
asimismo, después de
reunir un concilio
de muchos colegas,
con la misma
seriedad y
conveniente
moderación, vinieron
a concordar con
nuestra decisión...
todo debía remitirse
a la deliberación
común de nuestro
concilio... como lo
exigía la unanimidad
de la asamblea...".
Los obispos de las distintas
regiones a los que envió
Cipriano su correspondencia
reunieron sínodos que
unánime, y libremente,
llegaron al mismo parecer
que la Iglesia de Cartago.
Los obispos de Italia
suscriben las resoluciones
del sínodo romano así como
los del África confirman las
del concilio cartaginés.
Dionisio de Alejandría, por
su parte, desarrolló una
actividad parecida en
Oriente: por medio de su
intensa correspondencia
preparó el concilio de
Antioquía del año 252,
convocado por Heleno de
Tarso, Firmiliano de Cesarea
de Capadocia y Teotecno de
Cesarea de Palestina en
donde se reunieron para
deliberar conjuntamente los
principales obispos de
Oriente. Muy bien señala
Marot: «También en esta
cuestión de los lapsi y sus
consecuencias, Africa,
Italia y el Oriente, con
algunos meses de distancia,
se reúnen para deliberar y
llegar a decisiones comunes
preparadas por otra parte
por abundantes relaciones
epistolares».
Es de notar que Roma no se
destaca en absoluto de las
demás Iglesias, ni su obispo
de los demás prelados. La
sede romana sigue los mismos
trámites normales que las
demás Iglesias y su
intervención en la
controversia de los lapsi se
verifica mediante los
procedimientos tácitamente
establecidos para todas las
cristiandades sin
distinción. Nada hace
suponer ninguna
superioridad, ni primacía,
ni privilegio que la
pudieran colocar por encima
de las demás o la dispensara
del procedimiento corriente
y normal en aquel tiempo
para solucionar los
problemas de las Iglesias.
Pese a todas sus
imperfecciones y
limitaciones, estas
asambleas revelan una
conciencia ecuménica
bastante sana, un alto
sentido de la unidad y
catolicidad de la Iglesia
entendidas éstas en su
acepción más antigua:
Africa, Italia, el Oriente y
todas las comunidades que
giran en torno a estos
centros, se relacionan en
plano de igualdad, buscando
cada una en el seno de su
Iglesia, pero no desligada
de las demás, una solución
común.
Este sentido de comunión
sobre el que se edifican los
conceptos de unidad y
catolicidad de aquella
época, se ve amenazado por
las dos posturas extremas
que se enfrentan en la
controversia novaciana:
Novaciano y sus seguidores
cayeron en un pecado de
fariseísmo al juzgar que
sólo ellos eran puros y que
nadie más representaba mejor
a la verdadera Iglesia.
Pero, también sus oponentes
cayeron en una actitud
sectaria, aunque no se
dieran cuenta de ello:
condenaron a quienes Como
Novaciano y Novato eran
ortodoxos en lo que atañe a
las principales verdades del
Credo cristiano y cuyas
diferencias tenían que ver
solamente con una cuestión
de disciplina. El error de
Cipriano fue clerical;
sectarismo y clericalismo
cegaron los ojos de aquel
siglo. Y la ceguera, por
desgracia, continuó
propagándose hasta nuestros
días en sus más sofisticadas
y refinadas formas. |