MARTIRIO DE PERPETUA Y
SUS COMPAÑEROS
Esta acta de martirio fue
transcrita probablemente por
Tertuliano, considerado
Padre de la Iglesia por
Roma, pese a que en sus
postrimerías abrazó el
Montanismo (que Roma
considera aún hoy herejía).
De hecho en toda la
narración se observa como
estos cristianos del
principios del s. III
estaban fuertemente
influenciados por dicho
movimiento del s. II, (sino
eran partícipes del mismo).
No debemos tampoco
escandalizarnos con ciertas
afirmaciones que estos
hermanos de finales del s.
II y principios del III
hacen en sus visiones (p.ej
cuando una mártir ora por su
hermanito muerto años
antes), entonces, como
ahora, también había errores
entre los cristianos, y más
en estos profundamente
influenciados por el
Montanismo y que aún no
disponían como nosotros de
fácil acceso a todas las
Escrituras (el canon del
N.T. sería reunido años más
tarde aunque en esta época
ya se consideraban todos los
libros que hoy lo componen
como inspirados). Sean en
todo caso su ardor y celo
por el Nombre de Jesús, un
ejemplo e inspiración para
nosotros, que somos sus
sucesores del s. XXI.
PASIÓN DE LAS SANTAS
PERPETUA Y FELICIDAD Y SUS
COMPAÑEROS MÁRTIRES.
En Cartago, a 6 de marzo de
203
PROLOGO
Si los antiguos ejemplos de
fe son testimonio de la
gracia de Dios y sirven de
edificación para los
hombres, y se escribieron
para que, recordando los
hechos con la lectura, el
hombre fuera confortando, y
el Señor honrado, ¿por qué
no hemos de recoger los
documentos recientes que
sirven lo mismo para esos
dos fines? Estas cosas
también han de ser
necesarias a los venideros,
y si en su tiempo son
tenidas en menos, es por un
excesivo culto de la
antigüedad. Pero consideren
que en todo tiempo es la
misma la virtud del Espíritu
Santo, y más abundante aún
en los últimos tiempos,
conforme al desbordamiento
de gracia que tendrá lugar
al fin del mundo. Porque
dice el Señor: "En los
últimos días derramaré mi
Espíritu sobre toda carne y
profetizarán sus hijos e
hijas, y enviaré mi Espíritu
sobre mis siervos y mis
siervas. Y los jóvenes
tendrán visiones, y los
ancianos, sueños". Así,
pues, nosotros reconocemos y
respetamos las visiones y
profecías anunciadas, lo
mismo que las demás
manifestaciones del Espíritu
Santo, como útiles para la
Iglesia, a la que El es
enviado, y reparte a todos
sus dones conforme a la
medida que el Señor ha
señalado a cada uno. Por eso
hemos hecho esta narración
cuya lectura servirá para
gloria de Dios, a fin de que
la ignorancia o el
desaliento no haga creer que
sólo a los antiguos les
asistió la gracia divina
del martirio o de la
revelación. Porque Dios
cumple siempre su promesa,
para que sirva a los
infelices de testimonio y a
los fieles de ayuda. En
cuanto a nosotros hermanos e
hijos nuestros, os
anunciamos lo que vimos y
palpamos, a fin de que
vosotros que fuisteis
testigos de estas cosas os
acordéis de la gloria del
Señor, y los que ahora os
enteráis por la narración
que se os hace, entréis en
comunión con los santos
mártires y por mediación de
ellos con Nuestro Señor
Jesucristo, a quien se debe
todo honor y gloria por los
siglos de los siglos. Amén.
Prisión de los mártires.
Fueron apresados los
catecúmenos Revocato y
Felicidad, ambos esclavos,
junto con el joven
Secúndulo. También lo fue
Vibia Perpetua, de familia
noble, educada con esmero, y
casada con uno de la
nobleza. Vivían aún sus
padres, dos hermanos, uno de
ellos igualmente catecúmeno,
y un niño de pecho. Ella
contaba alrededor de
veintidós años. Narró de su
propia mano todo su
martirio.
"Estando yo -dice ella- con
los perseguidores, como mi
padre guiado por el amor
natural, se esforzase por
desviarme de mi propósito y
perderme, le dije: "Padre
mío; ¿ves en el suelo ese
vaso o jarro, o como se le
quiera llamar?" Y le
respondió: "Le veo".
Entonces yo le dije: "¿Acaso
se le puede llamar de otro
modo?", y él me contestó:
"No". De la misma manera, yo
no me puedo llamar otra cosa
que "cristiana". Mi padre,
al oír mis palabras, fuera
de sí, se arrojó sobre mi
para sacarme los ojos, pero
sólo me maltrató, y se
retiró vencido con sus
argumentos infernales. Con
esto no volvió en algunos
días, de lo que di gracias a
Dios, porque su ausencia me
fue un gran alivio.
Precisamente en aquellos
pocos días recibimos el
bautismo, y a mi, estando
dentro del agua, me inspiró
el Espíritu Santo que no
pidiera otra cosa que el
poder resistir el amor
paternal.
A los pocos días fuimos
encarcelados, y mi espanto
fue grande al verme en tales
tinieblas que nunca había
experimentado. ¡Oh día
terrible! Hacinamiento de
presos, calor era
insoportable, los golpes de
los soldados, y en mi a todo
esto se añadía la
preocupación por mi hijo.
Tercio y Pomponio, carísimos
diáconos, consiguieron con
dinero que cada día fuéramos
pasados durante algunas
horas a un departamento más
confortable de la cárcel.
Salidos de ella, cada uno
podía hacer lo que le
pareciera. Yo amamantaba a
mi hijo, ya casi muerto de
hambre; preocupada por él,
hablaba a mi madre,
confortaba a mi hermano, y
les recomendaba mi hijo. Me
era gran tormento ver cómo
sufrían por mi. Este
martirio duró muchos días,
hasta que conseguí que el
niño quedara conmigo en la
cárcel, entonces ya estuve
tranquila, libre de la
inquietud por el hijo: desde
aquel momento la cárcel me
pareció un palacio, y
prefería estar en ella a
cualquier otro lugar.
Por aquellos días me dijo mi
hermano: "Señora hermana,
ahora estás elevada a una
gran dignidad, tanta que me
atrevo a pedirte que ores a
Dios para que te muestre si
esto terminará con el
martirio, o con la
libertad". Y yo que conocía
mi trato con Dios, y había
sido objeto de tantos
favores, le respondí
confiada: "Mañana te lo
diré". Y ore al Señor y me
mostró lo que sigue: "Vi una
escalera que llegaba hasta
el cielo, larguísima y muy
estrecha, tanto, que sólo
uno podía subir por ella. En
los brazos de la escalera
estaban clavadas toda suerte
de herramientas: espadas,
lanzas, anzuelos y segures;
de manera que el que subiera
distraído y no mirando
siempre arriba, se
desgarraría las carnes entre
tantos hierros. A los pies
de la escala estaba echado
un gran dragón, que acechaba
a los que subían, y les
ponía espanto.
E1 primero en subir fue
Saturo, quien como no estaba
con nosotros cuando fuimos
apresados, se presentó
después voluntario, por el
amor que nos profesaba. A1
llegar al extremo de la
escalera se volvió hacia mi
y me dijo: "Perpetua, te
espero aquí, pero cuida que
no te muerda el dragón". Yo
le contesté: "Confío en el
nombre de Nuestro Señor
Jesucristo, que no me hará
daño". Y el dragón, como si
me tuviera miedo, sacó la
cabeza de debajo de la
escalera, y yo pisándosela
me serví de ella como de
primer peldaño. Cuando
llegué a la cima vi un
inmenso prado, en medio del
cual estaba sentado un
venerable anciano,
completamente cano y en
traje de pastor, ocupado en
ordeñar a sus ovejas.
Alrededor de él había una
gran muchedumbre vestida de
blancos hábitos. Levantó la
cabeza, me miró y dijo: "Has
llegado con felicidad,
hija". Y llamándome me
ofreció un trozo de queso
que yo recibí con ambas
manos y lo comí; los
circunstantes dijeron: Amén.
Sus voces me despertaron, y
al volver en mi, noté que
aun tenía en la boca una
cosa que no se explicar. En
seguida lo conté todo a mi
hermano, y comprendimos que
la hora del martirio se
acercaba, perdiendo desde
aquel momento toda esperanza
de parte de los hombres.
Confesión de la fe
A los pocos días corrió la
voz de que íbamos a ser
interrogados. Mi padre vino
desde la ciudad (Tuburbio)
completamente apenado, y fue
donde yo estaba, para
conseguir hacerme desistir
de mi propósito y me dijo:
"Hija mía, compadécete de
mis canas; apiádate de tu
padre, si es que merezco tal
nombre. Ya que te he criado,
y gracias a mis cuidados has
llegado a esta flor de la
juventud, y siempre te he
preferido a tus hermanos, no
me hagas ser la vergüenza de
los hombres piensa en tus
hermanos, en tu madre, en tu
tía; piensa en tu hijo que
no podrá vivir sin ti.
Abandona tu propósito que
sería para todos nosotros la
perdición. Si tú eres
condenada, nadie de nosotros
osará presentarse en
público". Así me hablaba mi
padre, y me besaba las
manos, movido del gran amor
que me tenía. Se echaba a
mis pies, y con lágrimas en
los ojos me llamaba no hija,
sino señora. ¡Qué compasión
me daba mi padre, que iba a
ser el único de mi familia
que no se había de alegrar
de mi pasión! Yo le consolé
diciendo: "En el tribunal
sucederá lo que sea voluntad
divina, porque más
dependemos del poder de Dios
que del nuestro propio". Mi
padre se retiró muy apenado.
Al cabo de algunos días, a
la hora de la comida, fuimos
llevados ante el tribunal,
instalado en el foro. En
seguida se corrió la noticia
por los alrededores del foro
y se juntó un gran gentío.
Subimos al tablado y
habiendo sido interrogados
los demás todos confesaron
la fe. Cuando llegó mi vez
apareció mi padre con el
niño en los brazos y me
arrastró fuera de la
escalinata, suplicándome
tuviera compasión de mi
hijo. E1 procurador
Hilariano, que hacía las
veces del procónsul difunto
Minucio Timiniano, me dijo:
"Apiádate de las canas de tu
padre y de la delicadeza del
niño. Sacrifica por la salud
de los emperadores". Yo le
respondí. "No sacrifico".
Hilariano: "¿Eres
cristiana?"
Respondí: "Lo soy".
Y como mi padre se esforzara
por hacerme cambiar de
parecer, Hilariano mandó
echarle de allí, y le hirió
con una vara, lo cual me
causó tanto dolor, como si
me hubiera dado a mi; tanta
compasión me daba la vejez
de mi pobre padre. Luego se
pronunció sentencia contra
todos nosotros,
condenándosenos a las
bestias, y volvimos a la
cárcel muy contentos. Como
mi hijo solía estar conmigo
en la cárcel y tomar allí el
pecho, encargué al diácono
Pomponio que fuera por él a
casa de mi padre; pero mi
padre no se lo quiso
entregar, y fue voluntad
divina que desde aquel día
el niño no se volviera a
acordar del pecho, y esto no
me causara a mi preocupación
ni ardor alguno en los
pechos.
A los pocos días, mientras
estábamos en la oración,
comencé a hablar y nombré a
Dinócrates, lo que me causó
admiración porque no me
había acordado de él hasta
entonces. Su desgracia me
produjo pena y comprendí que
era yo entonces digna y que
debía interceder por él y
comencé a pedir y suplicar
con gemidos por él al Señor.
La noche siguiente vi lo que
sigue: Dinócrates salía de
un lugar tenebroso donde
había muchos compartimentos
muy oscuros. Venía sofocado
y sediento, la cara sucia y
el color pálido; en la cara
tenía la herida con que
había muerto.
Este Dinócrates era hermano
carnal mío, que había muerto
a los siete años de un
cáncer tan horrible en la
cara que daba asco a todo el
mundo. Por él era por quien
hice yo oración; entre los
dos había un gran espacio
que ni él ni yo podíamos
franquear. Había en el lugar
donde Dinócrates estaba un
estanque lleno de agua,
cuyas paredes eran más altas
que la estatura del niño, y
Dinócrates se estiraba como
para beber. A mí me daba
pena, porque el estanque
tenía agua, pero por la
altura de la pared no podía
beber.
Cuando desperté comprendí
que mi hermano estaba
sufriendo pero confiaba
poder socorrerle y oré por
él, hasta que fuimos
llevados a la cárcel
castrense (porque debíamos
combatir en los juegos que
se daban para solemnizar el
natalicio del César Geta).
Todo el tiempo estuve
pidiendo con lágrimas de
felicidad por Dinócrates.
El día que estuvimos en el
cepo vi lo siguiente: El
lugar, el mismo que antes, y
a Dinócrates muy limpio, muy
bien vestido y alegre, y
donde antes había tenido la
llaga tenía una cicatriz;
los bordes del estanque de
que antes hablé habían
descendido hasta la cintura
del niño, quien
continuamente sacaba agua.
Sobre el borde del estanque
había una jarra de oro llena
de agua. Dinócrates se
acercó a ella y bebió, y el
agua de la jarra no
disminuía; y luego de beber
se puso a Jugar alegremente
como suelen los niños. En
esto me desperté y comprendí
que mi hermano ya no sufría.
Poco días después, Pudente,
soldado de guardia de la
cárcel que nos estimaba,
comprendió que el Señor nos
favorecía con su gracia, y
permitía que entraran muchos
a visitarnos para que
mutuamente nos consoláramos.
Ya estaba próximo el día de
las fiestas, cuando mi padre
se presento en la cárcel,
consumido por la tristeza,
arrancándose la barba'
echándose por tierra,
maldiciendo sus días y
diciendo tales cosas,
capaces de conmover a toda
criatura. ¡Qué compasión me
daba su vejez!
La víspera de nuestro
combate tuve la siguiente
visión: Me pareció ver venir
a la cárcel al diácono
Pomponio y que golpeaba
fuertemente a la puerta;
salí a su encuentro y abrí.
Su traje era blanco, cuajado
de perlas de oro. E1 me
dijo: "Perpetua, te
esperamos, ven"; y tomándome
la mano me llevó a lugares
ásperos y desiguales. Así
que llegamos jadeando al
anfiteatro, me llevó al
centro de la arena y me
dijo: "No temas, estoy
contigo y te acompañaré en
el combate", y se marchó. Vi
un enorme gentío, que me
miraba atónito; y como sabía
que estaba condenada a las
bestias, me maravillaba al
no verlas por ninguna parte.
Salió contra mi un egipcio
de horrible aspecto, seguido
de sus ayudas. A mí se
acercaron mis auxiliares y
partidarios, unos jóvenes
hermosos, me desnudaron y me
pareció transformarme en
varón. Mis padrinos
comenzaron a pintarme con
aceite, como es costumbre
entré los atletas, mientas
tanto el egipcio se
revolcaba en la arena. Y
salió un hombre de una
estatura extraordinaria, que
sobrepasaba el techo del
anfiteatro, vestido de una
túnica de: púrpura, sujeta
al pecho con dos broches
llenos de adornos de oro y
plata; traía una vara de
lanista y un ramo verde
cuajado de manzanas de oro.
Impuso silencio y dijo: "Si
este egipcio vence a esta
mujer, la matará; en cambio
si es ella la vencedora,
recibirá en premio este
ramo", y se retiró. Nos
aproximamos, pues, el uno al
otro y vinimos a las manos.
El quería sujetarme por los
pies, pero yo le golpeaba el
rostro dándole patadas; de
repente fui levantada por
los aires, comencé a
pisotearle como si pisoteara
la tierra Así que hallé un
momento de descanso, junté
las manos, crucé Los dedos y
cogiéndole por la cabeza
cayo de bruces y se la
aplasté.
E1 pueblo comenzó a aplaudir
y mis padrinos a cantar. Yo
me acerqué al lanista y
recibí el ramo; el me besó y
me dijo: "Hija, la paz sea
contigo", y yo me fui
triunfante a la puerta
Sanavivaria. En esto
desperté, y entendí que no
había de luchar contra las
fieras, sino contra el
diablo, pero estaba segura
de mi victoria.
Todo esto es lo que ocurrió
hasta la víspera de los
juegos; lo que después
sucedió, escríbalo el que
quiera.
Visión de Saturo.
El bienaventurado Saturo
tuvo también la visión
siguiente, la cual él mismo
escribió: Después que
hubimos padecido el martirio
y salimos de la carne,
fuimos llevados por cuatro
ángeles hacia Oriente, sin
que nos tocaran con sus
manos. Íbamos, no como nos
solemos acostar de
ordinario, sino ligeramente
inclinados, cual los que
suben una suave pendiente.
Pasado el primer mundo,
vimos una gran Luz, y yo
dije a Perpetua, que estaba
a mi lado: "Esto es lo que
el Señor nos había
prometido; se ha cumplido la
promesa". Mientras éramos
llevados por los cuatro
ángeles, se presentó a
nuestra vista una gran
extensión, a modo de inmenso
vergel, lleno de rosales y
toda especie de flores. Los
árboles eran tan altos como
cipreses, cuyas hojas caían
sin cesar. Cuatro ángeles
más resplandecientes aun que
los que nos llevaban había
en aquel jardín, los cuales
al vernos llegar nos
hicieron reverencia y
dijeron llenos de admiración
a los otros ángeles: "Estos
son estos son". Los ángeles
que nos conducían, llenos de
un temor respetuoso, nos
dejaron en tierra, y
anduvimos por una ancha vía,
donde nos encontramos con
Jocundo, Saturnino y
Artaxio, que habían sido
quemados en la misma
persecución; también
encontramos a Quinto que
había fallecido en la
cárcel. Preguntamos a los
mártires por los demás
compañeros, pero los ángeles
nos dijeron: 'Primero venid
entrad y saludad al Señor".
Y cerca de allí vimos un
edificio cuyas paredes
parecían construidas de
rayos de luz. En el
vestíbulo había en pie
cuatro ángeles, que al
entrar nos vistieron blancas
túnicas. Pasamos adentro, y
oímos una voz acordada que
decía sin cesar: "Santo,
Santo, Santo". En el lugar
aquel estaba sentado un
venerable anciano de
cabellos de nieve con rostro
Juvenil; sus pies no los
vimos por tenerlos
cubiertos. A su derecha e
izquierda había cuatro
ancianos y detrás estaban en
pie otros muchos.
Entramos atónitos, nos
presentamos ante el trono
ayudados por cuatro ángeles,
y besamos en el rostro al
Señor mientras E1 nos
acariciaba con su mano. Los
ancianos nos mandaron poner
de pie, y así lo hicimos, y
a todos les dimos el ósculo
de paz. Luego nos dijeron:
"Id y divertios". Yo dije a
Perpetua: "Tienes lo que
anhelabas". Y me contestó:
"Gracias a Dios; cuando
vivía en la carne estaba
alegre pero ahora lo estoy
más aun".
Salimos, y a la puerta
encontramos al obispo Optato
a la derecha, y al
presbítero y doctor Aspasio
a la izquierda, separados y
tristes. Se echaron a
nuestros pies y nos dijeron:
"Poned paz entre nosotros,
porque vosotros os
marchasteis y a nosotros nos
dejasteis en este estado".
Nosotros les dijimos:
"¿Acaso no eres tú nuestro
obispo y tú nuestro
presbítero? ¿Cómo es que os
postráis a nuestros pies?"
Nos conmovimos y los
abrazamos, y Perpetua
comenzó a hablar con ellos;
nos retiramos un poco con
ellos a un jardincillo y nos
colocamos bajo un rosal.
Estábamos conversando con
ellos, cuando unos ángeles
se acercaron diciendo:
"Dejadlos que se solacen, y
si tenéis entre vosotros
algunas disensiones,
perdonaos mutuamente"; y los
apartaron al uno del otro.
A Optato le dijeron:
"Corrige a tu pueblo, porque
tus asambleas se parecen a
las salidas del circo donde
disputan las diversas
facciones". Y nos pareció
como que querían cerrar las
puertas. Allí reconocimos a
muchos hermanos, pero todos
mártires; un perfume
inexplicable nos alimentaba
y saciaba, el cual nos
servía de alimento". A1
llegar a esto me desperté
muy gozoso.
Muere Secúndulo en la
cárcel. Parto de Santa
Felicidad.
Estas son las maravillosas
visiones de Saturo y
Perpetua, tal como ellos las
escribieron.
A Secúndulo le llamó Dios
para sí estando aun en la
cárcel. Este fue un favor
con que quiso dispensarle de
luchar con las fieras; favor
que, aunque sensible para el
alma deseosa del martirio,
agradeció el cuerpo.
En cuanto a Felicidad,
también halló gracia ante el
Señor. Cuando fue arrestada
se hallaba en el octavo mes
de embarazo (porque fue
apresada estando encinta). A
medida que se acercaba el
día de los juegos, aumentaba
en ella la tristeza, por
razón de que acaso por
hallarse en aquel estado
fuese aplazado su martirio;
porque la ley prohíbe la
ejecución de una mujer
encinta. Aumentaba su temor
el pensar que más tarde
podía mezclarse su sangre
inocente con la de algún
malvado y criminal. Los
demás compañeros de cárcel
tenían el mismo temor, y se
entristecían al pensar que
tan buena compañera iba a
quedar sola en el camino de
la esperanza. Tres días
antes de los juegos, se
unieron todos en un mismo
deseo y lo encomendaron al
Señor. Terminada la oración,
los dolores del parto se
hicieron sentir, y como sólo
se hallaba en el octavo mes
los dolores eran más agudos.
Y como ella gimiese, los
carceleros le dijeron: "Si
ahora te quejas, ¿qué harás
cuando seas arrojada a las
fieras, de las que te
burlas, al no querer
sacrificar?" "Ahora soy yo
la que sufro, respondió
ella; pero entonces otro
estará en mí que padecerá
por mí porque yo padeceré
por él". Felicidad dio a luz
una hija, que educó y crió
una cristiana.
Puesto que el Espíritu Santo
ha permitido, y
permitiéndolo ha manifestado
su voluntad, de que fuera
escrita la narración del
combate, aunque indigno
personalmente de tanta
gloria, sin embargo de eso
cumpliendo los deseos de la
muy venerada Perpetua
(porque no hago más que
ejecutar su voluntad), haré
la continuación de su
narración, dando a conocer
su constancia y fortaleza de
ánimo.
Como el tribuno tratase con
dureza a los encarcelados, a
causa de las habladurías de
algunos insensatos, que
decían poder ser librados de
la cárcel por medio de
encantamientos, y artes
mágicas, Perpetua se encaró
con él y le dijo: "¿Por qué
no concedes algún alivio a
presos tan distinguidos que
son propiedad del César y
han de luchar en las fiestas
de su natalicio? ¿O es que
no redunda en honor y gloria
tuya el que nos presentes
rollizos al César?" Temió el
tribuno y se ruborizó, y
desde aquel día les concedió
cierta libertad, de manera
que pudieron ser visitados
por sus correligionarios y
familiares, aunque él
pensaba que no debían salir
de la cárcel.
La víspera de los juegos, al
celebrar la cena llamada de
la libertad, los mártires,
en cuanto de ellos dependió,
la convirtieron en ágape.
Durante ella, con su
inquebrantable constancia,
dirigieron algunas palabras
a la multitud, conminándola
con el juicio divino,
afirmando la felicidad del
martirio. Saturo,
reprendiendo la curiosidad
de los asistentes, dijo:
"¿No os basta el día de
mañana para mirar a vuestro
gusto a aquellos a quienes
odiáis? Hoy, amigos; mañana,
enemigos: fijaos bien en
nuestras caras, para que nos
reconozcáis el último día".
Los paganos se retiraron
confusos, y muchos de ellos
creyeron.
Martirio
Por fin amaneció el día del
triunfo, y entraron en el
anfiteatro con las caras tan
alegres como si entraran en
el cielo; emocionados
ciertamente; pero de gozo,
no de miedo.
Perpetua seguía a: sus
compañeros con paso grave,
como corresponde a una
matrona de Cristo, amada de
Dios. Los ojos bajos, para
ocultar su brillo a los
espectadores.
Por su parte, Felicidad iba
alegre de su alumbramiento,
y de poder luchar con las
fieras, hasta derramar su
sangre, de las manos de la
partera a las del reciario.
Llegados a la entrada del
anfiteatro, quisieron vestir
a los hombres el hábito de
los sacerdotes de Saturno, y
a las mujeres, el de las
sacerdotisas de Ceres. Todos
rehusaron con generosa
intrepidez, diciendo: "Hemos
venido voluntariamente aquí
por conservar nuestra
libertad, y por eso damos
nuestras vidas; este es el
único contrato que tenemos
con vosotros". La injusticia
reconoció a la justicia, y
el tribuno permitió que
entrasen con sus propios
hábitos.
Perpetua cantaba, viéndose
ya pisoteando la cabeza del
egipcio. Revocato, Saturnino
y Saturo conminaban al
pueblo, y cuando llegaron
enfrente de Hilario, le
dijeron: "Tú nos juzgas,
pero a ti te juzgará Dios".
Oyendo esto el pueblo, pidió
que nos azotasen los
domadores. Los mártires se
alegraron de poder de ese
modo participar de la Pasión
del Señor.
Aquel que había dicho:
"Pedid y recibiréis",
concedió a cada uno el
género de muerte que había
deseado. Cuando los mártires
hablaban entre sí, del
género de martirio que cada
cual deseaba, Saturnino era
partidario de que le
arrojaran a toda clase de
fieras, para acrecentar así
la corona.
En cuanto comenzó el
espectáculo, contra
Revocato, se soltó un
leopardo; también le hirió
en el estrado un oso. Saturo
a nada tenía tanto horror
como al oso, y así, deseaba
ser devorado por un
leopardo. A1 querer echar
contra él un jabalí, éste,
arremetió contra el guarda,
quien murió a los pocos días
de la herida recibida.
Saturo fue arrastrado por un
leopardo, y al ser expuesto
a un oso, éste no quiso
salir de la cueva, y así
quedó ileso por segunda vez.
Para luchar contra las
mujeres había sido dispuesta
una vaca bravía, como para
insultar a su sexo; sin duda
que el diablo había
inspirado tal idea, porque
semejante animal jamás se
usó en los juegos. Fueron
despojadas de sus vestidos,
y metidas en una red, y así
se las expuso. Horrorizóse
el pueblo al ver a la una
tan joven y tan delicada, y
a la otra, que acaba de dar
a luz, con los pechos aun
destilando. Se las hizo
volver a ponerse sus
respectivas vestiduras. La
primera en ser expuesta fue
Perpetua, que, lanzada por
los aires, cayó de espaldas;
al incorporarse y ver su
túnica rasgada de arriba
abajo, se la aplicó al
cuerpo, más preocupada del
pudor que del dolor. Llamada
por encargados del
anfiteatro, se recogió el
cabello con unas fíbula,
porque no era digno de una
mártir ir con los cabellos
descompuestos, para que no
se creyera que lloraba en su
propio triunfo. Se levantó,
y al ver a Felicidad en el
suelo la dio una mano y la
ayudó a incorporarse. E1
pueblo, compadecido, pidió
que se las llevara a la
puerta Sanavivaria. Allí, a
Perpetua la recibió un
catecúmeno, por nombre
Rústico, que siempre la
había profesado mucho
afecto. Pareció despertar de
un profundo sueño -tan
abstraído había estado su
espíritu en éxtasis-,
mirando en su derredor,
dijo, con admiración de
todos los presentes:
"¿Cuándo vamos a ser
expuestas a la vaca"? Y como
la dijesen que ya lo habían
sido, no lo podía creer,
hasta que reconoció en sí en
sus vestiduras las huellas
de la lucha. En seguida,
mandando llamar a su hermano
y a Rústico, le dijo: "Estad
firmes en la fe, amaos unos
a otros y no os
escandalicéis de nuestros
tormentos". Entre tanto
Saturo había sido conducido
a otra puerta, y decía al
soldado (Pudente): "A1 fin,
como yo había predicho,
ninguna fiera me ha dañado;
así, pues, apresúrate a
creer, porque has de saber
que en seguida voy a ser
expuesto a un leopardo que
de una dentellada me quitará
la vida". Luego, para dar
fin a los juegos, se arrojó
contra él un leopardo, y de
un solo mordisco quedó
bañado en sangre. "Ya se ha
lavado, ya está salvado",
dijo el pueblo -aludiendo al
bautismo-. Realmente salvo
estaba el que de aquel modo
se había bautizado. Luego
dijo a Pudente: "Acuérdate
de mi fe, y que lo que
acabas de ver no te
entristezca, sino más bien
te corrobore en ella". A1
mismo tiempo le pedía su
anillo, y empapándole en la
sangre de su herida, se le
devolvió, dejándosele como
herencia y como recuerdo de
su muerte. Desde allí, ya
desvanecido, fue llevado a
donde los demás mártires
estaban para ser
estrangulado. E1 pueblo
pidió que fueran sacados al
medio del anfiteatro, para
gozar del espectáculo de ver
penetrar con sus ojos
cómplices del homicidio la
espada en el cuerpo de los
mártires. Estos,
espontáneamente, se
levantaron para dar gusto al
pueblo, y se besaron unos a
otros para acabar en paz su
martirio. Luego, inmóviles y
en silencio, recibieron en
sus cuerpos la espada.
Saturo, que iba a la cabeza,
fue el primero en morir. A
Perpetua aún la esperaba un
nuevo tormento, porque
habiendo caído en manos de
un gladiador bisoño, éste ~
hirió varias veces entre las
vértebras, lo que la arrancó
gritos de dolor, hasta que
ella misma dirigió la espada
a su garganta. Parecía que
esta mujer fuerte no podía
morir más que por su propia
voluntad, porque el espíritu
inmundo la temía. |