EL CONCILIO DE NICEA
Después de su victoria
contra contra Licinus, el
emperador de oriente, en
septiembre de 324 d.C.
Constantino dueño absoluto
del Imperio Romano, se
esforzó en arreglar los
litigios entre los
diferentes obispos de
oriente, como ya hizo en
occidente por causa del
donatismo convocando los
sínodos de Roma en el 311 y
el de Arlés en el 314. Así
convocó a los diferentes
obispos a un sínodo
comparable en todo a los
comitia (comicios) de
las órdenes civiles del
Imperio. Este concilio fue
convocado primeramente en
Ancyra y después, por
razones de comodidad el
propio emperador, en Nicea,
donde en sus inmediaciones
más próximas se encontraba
la residencia imperial de
Nicomedia.
Vemos que el emperador, tras
haber logrado la unificación
y uniformidad total del
imperio bajo su persona,
trataba de hacer lo mismo
con el cristianismo, a
imagen del propio imperio.
Este concilio no fue
convocado por la iglesia o
uno de sus obispos, sino por
un emperador sobre el que
aún hoy recaen serias dudas
entorno a lo genuino de su
fe cristiana, puesto que era
un adorador del Solis
Invictus (Sol
Invicto). La pretensión
posterior del obispado de
Roma de ejercer una primacía
jerárquica sobre el resto de
la cristiandad tiene mucho
que ver con este deseo de
uniformidad imperial.
Por deseo del emperador
romano Constantino, el
concilio se reunió en la
ciudad de Nicea, en el Asía
Menor y cerca de
Constantinopla, en el año
325 el 20 de mayo, la mañana
de las fiestas de
conmemoración de su victoria
sobre su rival Licinio. Es
esta asamblea la que la
posteridad conoce como el
Primer Concilio Ecuménico,
es decir, universal.
El número exacto de los
obispos que asistieron al
concilio nos es desconocido,
pero al parecer fueron unos
trescientos. Para
comprender la importancia de
lo que estaba aconteciendo,
recordemos que varios de los
presentes habían sufrido
cárcel, tortura o exilio
poco antes, y que algunos
llevaban en sus cuerpos las
marcas físicas de su
fidelidad. Y ahora, pocos
años después de aquellos
días de pruebas, todos estos
obispos eran invitados a
reunirse en la ciudad de
Nicea, y el emperador cubría
todos sus gastos. Muchos de
los presentes se conocían de
oídas o por
correspondencia. Pero
ahora, por primera vez en la
historia de la iglesia,
podían tener una visión
física de la universalidad
de su fe. En su Vida de
Constantino Eusebio de
Cesarea nos describe la
escena:
"Allí se reunieron los más
distinguidos ministros de
Dios, de Europa, Libia [es
decir, Africal y Asia. Una
sola casa de oración, como
si hubiera sido ampliada por
obra de Dios, cobijaba a
sirios y cilicios, fenicios
y árabes, delegados de la
Palestina y del Egipto,
tebanos y libios, junto a
los que venían de la región
de Mesopotamia. Había
también un obispo persa, y
tampoco faltaba un escita en
la asamblea. El Ponto,
Galacia, Panfilia,
Capadocia, Asia y Frigia
enviaron a sus obispos más
distinguidos, junto a los
que vivían en las zonas más
recónditas de Tracia,
Macedonia, Acaya y el
Epiro. Hasta de la misma
Espafía, uno de gran fama
[Osio de Córdoba] se sentó
como miembro de la gran
asamblea. El obispo de la
ciudad imperial [ Roma] no
pudo asistir debido a su
avanzada edad, pero sus
presbíteros lo
representaron. Constantino
es el primer príncipe de
todas las edades en haber
juntado semejante guirnalda
mediante el vínculo de la
paz, y habérsela presentado
a su Salvador como ofrenda
de gratitud por las
victorias que había logrado
sobre todos sus enemigos"
En este ambiente de euforia,
los obispos se dedicaron a
discutir las muchas
cuestiones legislativas que
era necesario resolver una
vez terminada la
persecución. La asamblea
aprobó una serie de reglas
para la readmisión de los
caídos, acerca del modo en
que los presbíteros y
obispos debían ser elegidos
y ordenados, y sobre el
orden de precedencia entre
las diversas sedes.
Pero la cuestión más
escabrosa que el Concilio de
Nicea tenía que discutir era
la controversia arriana. En
lo referente a este asunto,
había en el concilio varias
tendencias.
En primer lugar, había un
pequeño grupo de arrianos
convencidos, capitaneados
por Eusebio de Nicomedia
-personaje importantísimo en
toda esta controversia, que
no ha de confundirse con
Eusebio de Cesarea. Puesto
que Arrio no era obispo, no
tenía derecho a participar
en las deliberaciones del
concilio. En todo caso,
Eusebio y los suyos estaban
convencidos de que su
posición era correcta, y que
tan pronto como la asamblea
escuchase su punto de vista,
expuesto con toda claridad,
reivindicaría a Arrio y
reprendería a Alejandro por
haberle condenado.
En segundo lugar, había un
pequeño grupo que estaba
convencido de que las
doctrinas de Arrio ponían en
peligro el centro mismo de
la fe cristiana, y que por
tanto era necesario
condenarlas. El jefe de
este grupo era Alejandro de
Alejandría. Junto a él
estaba un joven diácono que
después se haría famoso como
uno de los gigantes
cristianos del siglo IV,
Atanasio.
Los obispos que procedían
del oeste, es decir, de la
región del Imperio donde se
hablaba el latín, no se
interesaban en la
especulación teológica.
Para ellos la doctrina de la
Trinidad se resumía en la
vieja fórmula enunciada por
Tertuliano más de un
siglo antes: una substancia
y tres personas.
Otro pequeño grupo
-probablemente no más de
tres o cuatro- sostenía
posiciones cercanas al
"patripasionismo", es decir,
la doctrina según la cual el
Padre y el Hijo son uno
mismo, y por tanto el Padre
sufrió en la cruz. Aunque
estas personas estuvieron de
acuerdo con las decisiones
de Nicea, después fueron
condenadas. Empero, a fin
de no complicar demasiado
nuestra narración, no nos
ocuparemos más de ellas.
Por último, la mayoría de
los obispos presentes no
pertenecía ninguno de estos
grupos. Para ellos, era una
verdadera lástima hecho de
que, ahora que por fin la
iglesia gozaba de paz frente
al Imperio, Arrio y
Alejandro se hubieran
envuelto en una controversia
que amenazaba dividir la
iglesia. La esperanza de
estos obispos, al comenzar
la asamblea, parece haber
sido lograr una posición
conciliatoria, resolver las
diferencias entre Alejandro
y Arrio, y olvidar la
cuestión. Ejemplo típico de
esta actitud es Eusebio de
Cesarea.
En esto estaban las cosas
cuando Eusebio de
Nicornedia, el jefe del
partido arriano, pidió la
palabra para exponer su
doctrina. Al parecer,
Eusebio estaba tan
convencido de la verdad de
lo que decía, que se sentía
seguro de que tan pronto
como los obispos escucharan
una exposición clara de sus
doctrinas las aceptarían
como correctas, y en esto
terminaría la cuestión.
Pero cuando los obispos
oyeron la exposición de las
doctrinas arrianas su
reacción fue muy distinta de
lo que Eusebio esperaba. La
doctrina según la cual el
Hijo o Verbo no era sino una
criatura -por muy exaltada
que fuese esa criatura- les
pareció atentar contra el
corazón mismo de su fe. A
los gritos de "
¡blasfemia!", " ¡mentira!" y
"¡herejía!", Eusebio tuvo
que callar, y se nos cuenta
que algunos de los presentes
le arrancaron su discurso,
lo hicieron pedazos y lo
pisotearon.
El resultado de todo esto
fue que la actitud de la
asamblea cambió. Mientras
antes la mayoría quería
tratar el caso con la mayor
suavidad posible, y quizá
evitar condenar a persona
alguna, ahora la mayoría
estaba convencida de que era
necesario condenar las
doctrinas expuestas por
Eusebio de Nicomedia.
Al principio se intentó
lograr ese propósito
mediante el uso exclusivo de
citas bíblicas. Pero pronto
resultó claro que los
arrianos podían interpretar
cualquier cita de un modo
que les resultaba favorable
-o al menos aceptable. Por
esta razón, la asamblea
decidió componer un credo
que expresara la fe de la
iglesia en lo referente a
las cuestiones que se
debatían. Tras un proceso
que no podemos narrar aquí,
pero que incluyó entre otras
cosas la intervención de
Constantino sugiriendo que
se incluyera la palabra
"consubstancial" -palabra
ésta que discutiremos más
adelante en este capítulo-
se llegó a la siguiente
fórmula, que se conoce como
el Credo de Nicea:
"Creemos en un Dios Padre
Todopoderoso, hacedor de
todas las cosas visibles e
invisibles.
Y en un Señor Jesucristo,
el Hijo de Dios; engendrado
como el Unigénito del Padre,
es decir, de la substancia
del Padre, Dios de Dios; luz
de luz; Dios verdadero de
Dios verdadero; engendrado,
no hecho; consubstancial al
Padre; mediante el cual
todas las cosas fueron
hechas, tanto las que están
en los cielos como las que
están en la tierra; quien
para nosotros los humanos y
para nuestra salvación
descendió y se hizo carne,
se hizo humano, y sufrió, y
resucitó al tercer día, y
vendrá a juzgar a los vivos
y los muertos.
Y en el Espíritu Santo.
A quienes digan, pues, que
hubo cuando el Hijo de Dios
no existía, y que antes de
ser engendrado no existía, y
que fue hecho de las cosas
que no son, o que fue
formado de otra substancia o
esencia, o que es una
criatura, o que es mutable o
variable, a éstos
anatematiza la iglesia
católica."
Esta fórmula, a la que
después se le añadieron
varias cláusulas -y se le
restaron los anatemas del
último párrafo- es la base
de lo que hoy se llama
"Credo Niceno", que es el
credo cristiano más
universalmente aceptado. El
llamado "Credo de los
Apóstoles", por haberse
originado en Roma y nunca
haber sido conocido en el
Oriente, es utilizado sólo
por las iglesias de origen
occidental -es decir, la
romana y las protestantes.
Pero el Credo Niceno, al
mismo tiempo que es usado
por la mayoría de las
iglesias occidentales, es el
credo más común entre las
iglesias ortodoxas
orientales -griega, rusa,
etc.
Detengámonos por unos
instantes a analizar el
sentido del Credo, según fue
aprobado por los obispos
reunidos en Nicea. Al hacer
este análisis, resulta claro
que el propósito de esta
fórmula es excluir toda
doctrina que pretenda que el
Verbo es en algún sentido
una criatura. Esto puede
verse en primer lugar en
frases tales como "Dios de
Dios; luz de luz; Dios
verdadero de Dios
verdadero". Pero puede
verse también en otros
lugares, como cuando el
Credo dice "engendrado, no
hecho". Nótese que al
principio el mismo Credo
había dicho que el Padre era
"hacedor de todas las cosas
visibles e invisibles". Por
tanto, al decir que el Hijo
no es "hecho", se le está
excluyendo de esas cosas
"visibles e invisibles" que
el Padre hizo. Además, en
el último párrafo se condena
a quienes digan que el Hijo
"fue hecho de las cosas que
no son", es decir, que fue
hecho de la nada, como la
creación. Y en el texto del
Credo, para no dejar lugar a
dudas, se nos dice que el
Hijo es engendrado "de la
substancia del Padre", y que
es "consubstancial al
Padre". Esta última frase,
"consubstancial al Padre",
fue la que más resistencia
provocó contra el Credo de
Nicea, pues parecía dar a
entender que el Padre y el
Hijo son una misma cosa,
aunque su sentido aquí no es
ése, sino sólo asegurar que
el Hijo no es hecho de la
nada, como las criaturas.
En todo caso, los obispos se
consideraron satisfechos con
este credo, y procedieron a
firmarlo, dando así a
entender que era una
expresión genuina de su fe.
Sólo unos pocos -entre ellos
Eusebio de Nicomedia- se
negaron a firmarlo. Estos
fueron condenados por la
asamblea, y depuestos. Pero
a esta sentencia Constantino
añadió la suya, ordenando
que los obispos depuestos
abandonaran sus ciudades.
Esta sentencia de exilio
añadida a la de herejía tuvo
funestas consecuencias, como
ya hemos dicho, pues
estableció el precedente
según el cual el estado
intervendría para asegurar
la ortodoxia de la iglesia o
de sus miembros.
La controversia
arriana después del
concilio
El Concilio de Nicea no puso
fin a la discusión. Eusebio
de Nicomedia era un político
hábil -y además parece haber
sido pariente lejano de
Constantino. Su estrategia
fue ganarse de nuevo la
simpatía del emperador,
quien pronto le permitió
regresar a Nicomedia.
Puesto que en esa ciudad se
encontraba la residencia
veraniega de Constantino,
esto le proporcionó a
Eusebio el modo de acercarse
cada vez más al emperador.
A la postre, hasta el propio
Arrio fue traído del
destierro, y Constantino le
ordenó al obispo de
Constantinopla que admitiera
al hereje a la comunión.
El obispo debatía si
obedecer al emperador o a su
conciencia cuando Arrio
murió. En el año 328
Alejandro de Alejandría
murió, y le sucedió
Atanasio, el diácono que le
había acompañado en Nicea, y
que desde ese momento sería
el gran campeón de la causa
nicena. A partir de
entonces, dicha causa quedó
tan identificada con la
persona del nuevo obispo de
Alejandría, que casi podría
decirse que la historia
subsiguiente de la
controversia arriana es la
biografía de Atanasio.
Baste decir que, tras una
serie de manejos, Eusebio de
Nicomedia y sus seguidores
lograron que Constantino
enviara a Atanasio al
exilio. Antes habían
logrado que el emperador
pronunciara sentencias
semejantes contra varios
otros de los jefes del
partido niceno. Cuando
Constantino decidió por fin
recibir el bautismo, en su
lecho de muerte, lo recibió
de manos de Eusebio de
Nicomedia.
A la muerte de Constantino,
tras un breve interregno, le
sucedieron sus tres hijos
Constantino II, Constante y
Constancio. A Constantino
II le tocó la región de las
Galias, Gran Bretaña, España
y Marruecos. A Constancio
le tocó la mayor parte del
Oriente. Y los territorios
de Constante quedaron en
medio de los de sus dos
hermanos, pues le
correspondió el norte de
Africa, Italia, y algunos
territorios al norte de
Italia. Al principio la
nueva situación favoreció a
los nicenos, pues el mayor
de los tres hijos de
Constantino favorecía su
causa, e hizo regresar del
exilio a Atanasio y los
demás. Pero cuando estalló
la guerra entre Constantino
II y Constante, Constancio,
que como hemos dicho reinaba
en el Oriente, se sintió
libre para establecer su
política en pro de los
arrianos.
Una vez más Atanasio se vio
obligado a partir al exilio,
del cual volvió cuando, a la
muerte de Constantino II,
todo el Occidente quedó
unificado bajo Constante, y
Constancio tuvo que moderar
sus inclinaciones arrianas.
Pero a la larga Constancio
quedó como dueño único del
Imperio, y fue entonces que,
como diría Jerónimo "el
mundo despertó como de un
profundo sueño y se encontró
con que se había vuelto
arriano". De nuevo los
jefes nicenos tuvieron que
abandonar sus diócesis, y la
presión imperial fue tal que
a la postre los ancianos
Osio de Córdoba y Liberio
-el obispo de Roma- firmaron
una confesión de fe arriana.
Consecuencias del concilio
Pero, ¿Cuales fueron las
consecuencias de que el
Imperio Romano se aliase con
el cristianismo?, ¿Cómo es
posible que aquellos héroes
de la fe que aún poseían en
su cuerpo las marcas del
martirio obedeciesen al
poder temporal congregándose
en un concilio convocado por
un emperador pagano, o por
condescender, cristianizado
a medias?
Constantino colmó de
privilegios a los cristianos
y elevó a muchos obispos a
puestos importantes,
confiándoles, en ocasiones,
tareas más propias de
funcionarios civiles que de
pastores de la Iglesia de
Cristo. A cambio, él no cesó
de entrometerse en las
cuestiones de la Iglesia,
diciendo de sí mismo que era
«el obispo de los de afuera»
de la Iglesia. Las nefastas
consecuencias de este
conturbenio no fueron
previstas entonces. Debido,
sin duda, al agradecimiento
que querían expresar al
emperador que acabó con las
persecuciones, los
cristianos permitieron que
éste se inmiscuyera en
demasía en el terreno
puramente eclesiástico y
espiritual de la
Cristiandad. Las influencias
fueron recíprocas:
comenzaron a aparecer
prelados mundanos que en el
ejercicio del favor estatal
que disfrutaban no estaban,
sin embargo, inmunizados a
las tentaciones corruptoras
del poder y daban así un
espectáculo poco edificante.
Esta corriente tendría su
culminación en la Edad Media
y el Renacimiento. Como
reacción a esta
secularización de los
principales oficiales de la
Iglesia, surgieron el
ascetismo y el monasticismo
que trataban de ser una
vuelta a la pureza de vida
primitiva, pero que no
siempre escogieron los
mejores medios para ello.
La mentalidad romana fue
penetrando cada vez más el
carácter de la cristiandad
se exigió la mas completa
uniformidad en las
cuestiones más secundarias,
como la fijación de la fecha
de la Pascua y otras
trivialidades parecidas que
ya habían agitado vanamente
los espíritus a finales del
siglo III. Estas tendencias
a la uniformidad fueron
consideradas por los
emperadores como un medio
sumamente útil del que
servirse para lograr la más
completa unificación del
Imperio. Contrariamente a lo
que generalmente se dice, el
Edicto de Milán no
estableció el Cristianismo
como religión del imperio.
Esto vendría después, en el
año 380 bajo Teodosio. El
cristianismo no se convirtió
en la religión oficial en
tiempos de Constantino, pero
devino la religión popular,
la religión de moda, pues
era la que profesaba el
emperador. Tal popularidad,
divorciada en muchos casos
de motivos espirituales fue
nefasta: «La masa del
Imperio romano -escribe
Schaff- fue bautizada
solamente con agua, no con
el Espíritu y el fuego del
Evangelio, y trajo así las
costumbres y las prácticas
paganas al santuario
cristiano bajo nombres
diferentes»: «Sabemos
por Eusebio -nos
explica Newman (un cardenal
Católico Romano)-,
que Constantino, para atraer
a los paganos a la nueva
religión, traspuso a ésta
los ornamentos externos a
los cuales estaban
acostumbrados. . . El uso de
templos dedicados a santos
particulares, ornamentados
en ocasiones con ramas de
árboles; incienso, lámparas
y velas; ofrendas votivas
para recobrar la salud; agua
bendita; fiestas y
estaciones, procesiones,
bendiciones a los campos;
vestidos sacerdotales, la
tonsura, el anillo de bodas,
las imágenes en fecha más
tardía, quizá el canto
eclesiástico, el Kyrie
Eleison, todo esto tiene un
origen pagano y fue
santificado mediante su
adaptación en la Iglesia»
J. H. Newman.
An Essay
on the Development of
Christian Doctrine, pp. 359,
360.
Esta situación preparó el
camino a la promulgación del
Cristianismo como religión
oficial del Imperio romano.
De manera que, los primeros
edictos de Constantino y
Licinio, proclamando la
libertad de todos los
cultos, no significaron el
fin de la intolerancia
religiosa sino que se
convirtieron en las simples
etapas iniciales de otra
intolerancia que estaba en
puertas. La plena libertad
de conciencia que
legalizaron los decretos de
313 y 314 era algo demasiado
anticipado a los tiempos y
pronto fue echada en olvido.
Sirvió tan sólo para que, de
alguna manera, Constantino
lograra la introducción de
la nueva fe en la legalidad
del Imperio.
F. F. Bruce, pregunta con
razón: «¿Qué tiene que ver
todo esto con la misión del
Siervo del Señor que Jesús
pasó a sus seguidores? ¿Cómo
podría el cristianismo
llevar a cabo la tarea que
le había sido encomendada y
traer la verdadera luz a las
naciones si afeaba de tal
manera el mensaje que debía
proclamar? Afortunadamente,
como veremos, hay otro
aspecto del cuadro; y es en
éste otro lado que el
progreso del Cristianismo
auténtico se pone de
manifiesto. Pero, con todo,
hemos de reconocer que este
progreso se ha visto
seriamente retarda. do hasta
nuestros días por la
presencia de piedras de
tropiezo -escándalos, para
usar la palabra de origen
griego-, colocadas por vez
primera en el siglo IV y
algunas de las cuales
todavía hoy no hemos
acertado a quitar».
Mas, como hemos dicho, la
influencia fue recíproca.
Además, cuatro siglos de
predicación del Evangelio,
pese a todas las
imperfecciones de los
cristianos, habían dejado
una huella cuyas Influencias
se notaban cada vez más en
la vida social. La doctrina
del hombre creado a imagen
de Dios impuso restricciones
a la costumbre de marcar a
los esclavos en la cara y
aún inició la serie de
medidas que, finalmente,
darían fin a la esclavitud
misma. Comenzaron las
medidas tendentes a la
protección de los niños
abandonados por sus padres
ya la salvaguardia de la
santidad del matrimonio.
Pese a la infiltración del
espíritu y las maneras
paganas en la Iglesia, y
pese a la propia decadencia
espiritual de ésta, el poder
del Evangelio hizo su
impacto en el Imperio y aún
más allá de sus fronteras.
Pero, es en estas épocas
cuando resulta más difícil
el trazar la línea que
distingue lo que es
meramente institución
eclesiástica y la que es la
verdadera Ecclesia.
La libertad ganada con la
sangre de los mártires y el
sufrimiento de los
confesores, se buscó a
partir de entonces en las
adulaciones y los
conturbenios con el gobierno
imperial. Sin darse cuenta,
las Iglesias se debilitaron
pues perdieron un elemento
básico de la vida
espiritual: la libertad
moral. En aquel tiempo, no
obstante, creyeron que por
el contrario, hallaban su
más grande emancipación.
Los concilios que tuvieron
lugar inmediatamente después
de la paz de Constantino, se
resintieron de la
intervención estatal que
habría de coartar la plena
libertad espiritual de los
sínodos y la vida de la
Cristiandad.
Para Constantino, el
cristianismo vendría a ser
la culminación del proceso
unificador que había estado
obrando en el Imperio desde
hacía siglos. Había logrado
que sólo hubiera un
emperador, una ley y una
ciudadanía para todos los
hombres libres. Sólo faltaba
una religión única para todo
el Imperio. Para ello era
preciso que hubiera
igualmente una sola
Cristiandad, uniformada al
máximo posible. De esta
manera, las discusiones
doctrinales o disciplinarias
de la Iglesia se
convirtieron en problema de
Estado. |