El descanso para el ministro debe ser
como la maquina de afilar para la hoz: que se usa
solamente cuando es necesario para el trabajo. ¿Puede un
médico durante una epidemia descansar más de lo
indispensable para su salud mientras los pacientes están
esperando su ayuda en casos de vida o muerte? ¿Puede el
cristiano contemplar a los pecadores en las agonías de
la muerte, y decir: "Dios no me pide que me afane por
salvarlos?" ¿Es esta la luz de la compasión ministerial
y cristiana o más bien hablan la pereza sensual o la
crueldad diabólica?
Richard Baxter
1. El hombre, instrumento del Espíritu
Busca la santidad en todos los
detalles de tu vida. Toda tu eficiencia depende de esto,
porque tu sermón dura solamente una o dos horas pero tu
vida predica toda la semana. Si Satanás logra hacerte un
ministro codicioso, amante de las adulaciones, del
placer, de la buena mesa, habrá echado a perder tu
ministerio. Entrégate a la oración para que tus textos,
tus oraciones y tus palabras vengan de Dios. Lutero
pasaba en oración las mejores tres horas del día.
Robert Murray McCcheyne
Constantemente nuestra ansiedad
llega a la tensión, para delinear nuevos métodos, nuevos
planes, nuevas organizaciones para el avance de la iglesia y
para la propagación eficaz del evangelio. Esta tendencia nos
hace perder de vista al hombre, diluyéndolo en el plan u
organización. El designio de Dios, en cambio, consiste en
usar al hombre, obtener de él más que de ninguna otra cosa.
El método de Dios se concreta en los hombres. La iglesia
busca mejores sistemas; Dios busca mejores hombres. "Hubo un
hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan". La
dispensación que anunció y preparó el camino para Cristo
estaba ligada al hombre Juan. "Niño nos es nacido, hijo nos
es dado." La salvación del mundo proviene de este hijo del
pesebre. Cuando Pablo recomienda el carácter personal de los
hombres que arraigaron el evangelio en el mundo nos da la
solución del misterio de su triunfo. La gloria y eficiencia
del evangelio se apoyan en los hombres que lo proclaman.
Dios proclama la necesidad de hombres para usarlos como el
medio para ejercitar su poder sobre el mundo, con estas
palabras: "Los ojos de Jehová contemplan toda la tierra,
para mostrar su poder a favor de los que tienen corazón
perfecto para con él". Esta verdad urgente y vital es vista
con descuido por la gente de nuestra época, lo que es tan
funesto para la obra de Dios como sería arrancar el sol de
su esfera, pues produciría oscuridad, confusión y muerte. Lo
que la iglesia necesita hoy día, no es maquinaria más
abundante o perfeccionada, ni nuevas organizaciones ni
métodos más modernos, sino hombres que puedan ser usados por
el Espíritu Santo: hombres de oración, poderosos en la
oración. El espíritu Santo no pasa a través de métodos sino
de hombres. No desciende sobre la maquinaria, sino sobre los
hombres. No unge a los planes sino a los hombres: los
hombres de oración.
Un historiador eminente ha dicho que
los accidentes del carácter personal tienen una parte más
importante en las revoluciones de las naciones que la
admitida por ciertos historiadores filosóficos o políticos.
Esta verdad tiene una aplicación plena en lo que se refiere
al evangelio de Cristo, porque el carácter y la conducta de
sus fieles seguidores, cristianizan al mundo y transfiguran
a las naciones y a los individuos.
El buen nombre y el éxito del
evangelio están confiados al predicador, pues o entrega el
verdadero mensaje divino, o la leche a perder. Él es el
conducto de oro para el aceite divino. El tubo no sólo debe
ser de oro, además tiene que estar limpio para que nada
obstruya el libre paso de aceite, y sin agujeros para que
nada se pierda.
El hombre hace al predicador, Dios
tiene que hacer al hombre. El mensajero, si se nos permite
la expresión, es más que el mensaje. El predicador es más
que el sermón. Como la leche del seno de la madre no es sino
la vida de la madre, así todo lo que el predicador dice está
saturado por lo que él es. El tesoro está en vasos de barro
y el sabor de la vasija impregna el contenido y puede
hacerlo desmerecer. El hombre --el hombre entero-- está
detrás del sermón. Se necesitan veinte años para hacer un
sermón, porque se requieren veinte años para hacer un
hombre. El verdadero sermón tiene vida. Crece juntamente con
el hombre. El sermón es poderoso cuando el hombre es
poderoso. El sermón es santo cuando el hombre es santo.
Pablo solía decir "Mi Evangelio", no
porque lo había degradado con excentricidades personales o
desviado con fines egoístas, sino porque el evangelio estaba
en el corazón y en la sangre del hombre Pablo como un
depósito personal para ser dado a conocer con sus rasgos
peculiares, para que impartiera al mismo el fuego y el poder
de su alma indómita. ¿Qué se ha hecho de los sermones de
Pablo? ¿Dónde están? ¡Son esqueletos, fragmentos esparcidos,
flotando en el mar de la inspiración! Pero el hombre Pablo,
más grande que sus sermones, vive para siempre, con la
plenitud de su figura, facciones y estatura, con su mano
modeladora puesta sobre la iglesia. La predicación no es más
que una voz. La voz muere en el silencio, el texto es
olvidado, el sermón desaparece de la memoria; el predicador
vive.
El sermón con su poder vivificador
no puede elevarse sobre el hombre. Los hombres muertos
producen sermones muertos que matan. Todo el éxito depende
del carácter espiritual del predicador. Bajo la dispensación
judía el sumo sacerdote inscribía con piedras preciosas
sobre el frontal de oro las palabras: "Santidad a Jehová".
De una manera semejante todo predicador en el ministerio de
Cristo debe ser modelado y dominado por el mismo lema santo.
Es una vergüenza para el ministerio cristiano tener un nivel
más bajo en santidad de carácter y de aspiración que el
sacerdocio judío. Jonathan Edwards decía: "Perseveré en mi
propósito firme de adquirir más santidad y vivir más de
acuerdo con las enseñanzas de Cristo. El cielo que yo
deseaba era un cielo de santidad". El evangelio de Cristo no
progresa por movimientos populares. No tiene poder propio de
propaganda. Avanza cuando marchan los hombres que lo llevan.
El predicador debe personificar el evangelio, incorporarse
sus características más divinas. El poder compulsor del amor
ha de ser en el predicador una fuerza ilimitada y dominadora;
la abnegación, parte integrante de su vida. Ha de conducirse
como un hombre entre los hombres, vestido de humildad y
mansedumbre, sabio como serpiente, sencillo como paloma; con
las cadenas de un siervo, pero con el espíritu de un rey; su
porte independiente y majestuoso, como un monarca, a la vez
que delicado y sencillo como un niño. El predicador ha de
entregarse a su obra de salvar a los hombres, con todo el
abandono de una fe perfecta y de un celo consumidor. Los
hombres que tienen a su cargo formar una generación piadosa,
han de ser mártires valientes, heroicos y compasivos. Si son
tímidos, contemporizadores, ambiciosos de una buena posición,
si adulan o temen a los hombres, si su fe en Dios y su
Palabra es débil, si su espíritu de sacrificio se quebranta
ante cualquier brillo egoísta o mundano, no podrán conducir
ni a la iglesia ni al mundo hacia Dios.
La predicación más enérgica y más
dura del ministro ha de ser para sí mismo. Esta será su
tarea más difícil, delicada y completa. La preparación de
los doce fue la obra grande, laboriosa y duradera de Cristo.
Los predicadores no son tanto creadores de sermones como
forjadores de hombres y de santos, y el único bien preparado
para esta obra será aquel que haya hecho de sí mismo un
hombre y un santo. Dios demanda no grandes talentos, ni
grandes conocimientos, ni grandes predicadores, sino hombres
grandes en santidad, en fe, en amor, en fidelidad, grandes
para con Dios. Hombres que prediquen siempre por medio de
sermones santos en el púlpito y por medio de vidas santas
fuera de él. Estos son los que pueden modelar una generación
que sirva a Dios.
De este tipo fueron los cristianos
de la iglesia primitiva. Hombres de carácter sólido,
predicadores de molde celestial, heroicos, firmes,
esforzados, santos. Para ellos la predicación significaba
abnegación, penalidades, crucifixión del yo, martirio. Se
entregaron a su tarea de una manera que dejó huellas
profundas en su generación y prepararon un linaje para Dios.
El hombre que predica tiene que ser el hombre que ora. El
arma más poderosa del predicador es la oración, fuerza
incontrastable en sí misma, que da vida y energía a todo lo
demás.
El verdadero sermón se forma en la
oración secreta. El hombre --el hombre de Dios-- se forma
sobre las rodillas. La vida del hombre de Dios, sus
convicciones profundas, tiene su origen en la comunión
secreta con el Altísimo. Sus mensajes más poderosos y más
tiernos, los adquiere a solas con Dios. La oración hace al
hombre, al predicador, al pastor, al obrero cristiano y al
creyente consagrado.
El púlpito de nuestros días es pobre
en oración. El orgullo del saber se opone a la humildad que
requiere la plegaria. A menudo la presencia de la oración en
el púlpito es sólo oficial: un número del programa dentro de
la rutina del culto. La oración en el púlpito moderno está
muy lejos de ser lo que fue en la vida y en el ministerio de
Pablo. El predicador que no hace de la oración un factor
poderoso en su vida y ministerio, es un punto débil en la
obra de Dios y es incompetente para promover la causa del
evangelio en este mundo.
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