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Parte
4 Se agudiza la decadencia
Las tinieblas de las Edades Oscuras
Nunca fue más aplicable la expresión
«ciegos guías de ciegos» que durante este período.
El clero, en su mayor parte, vivía en un estado de
letargo espiritual y de indulgencia viciosa, sin
exceptuar a los obispos; en realidad, era en el
obispo supremo, el papa de Roma, donde la iniquidad
encontró su culminación. Sus vidas, incluso
registradas por sus propios historiadores, muestran,
bajo una luz espeluznante, los pasos descendentes
hacia la gran apostasía. Ningún pecado era demasiado
vil que no lo pudiera perpetrar el ocupante del
trono papal, ni parecía haber inquietud alguna por
las cualidades del que lo debiera ocupar. En cierto
tiempo se afirma que fue incluso ocupado por una
mujer y, posteriormente, por un blasfemo joven
inmoral de dieciocho años. En los años justo
anteriores a la Reforma reinaron dos Papas
simultáneamente, pretendiendo cada uno de ellos ser
el representante de Cristo en la tierra, y
acusándose el uno al otro, ante el mundo, de
falsedad, perjurio y de los más nefastos propósitos
secretos.
Testigos fieles en las Edades
Oscuras
En medio de toda esta terrible
negrura, es alentador para el corazón registrar que
Dios nunca se dejó sin testimonio, y que la que ha
sido llamada la «hebra de plata de la gracia de
Dios» puede ser seguida con una fiel continuidad a
través de todo el tiempo de las Edades Oscuras. Luis
el Gentil, un hijo de Carlomagno, un verdadero
cristiano, aparece destacado en este contexto. Fue
instrumento para la introducción del evangelio en
Dinamarca y Suecia. El evangelio fue también llevado
por diversos medios, escogidos soberanamente por
Dios, a los noruegos, rusos, polacos, húngaros y
búlgaros.
Las ambiciones del Papa Gregorio VII
Con la elección de Hildebrando al
trono papal en el año 1073, la secular aspiración de
la iglesia de Roma por conseguir el dominio
universal de todo el mundo iba a recibir un
cumplimiento parcial. Las ambiciones de Hildebrando
—que asumió el nombre de Gregorio VII— carecían de
límites, y lo mismo casi podría decirse de los
medios malvados e implacables que usó para
satisfacerlas. Su deseo era organizar un inmenso
estado eclesiástico cuyo gobernante fuera supremo
sobre todos los gobernantes de la tierra. Y Gregorio
no vaciló en la supresión de todas aquellas
costumbres que él considerara que le estorbaban en
la consecución de su audaz plan. Entre las más
visibles de estas supresiones fue su prohibición del
matrimonio para el clero, cosa que trajo gran
desgracia a millares de hogares.
La lucha de Gregorio con Enrique IV
Su intento de suprimir el privilegio
secular de reyes y emperadores de escoger sus
obispos y abades le hizo chocar de inmediato con
Enrique IV, Emperador de Alemania. La negativa de
Enrique de someterse a éste y a otros decretos del
Papa enfurecieron tanto a este último, que tuvo la
audacia de ordenar al emperador que compareciera
ante él en Roma, y, cuando este llamamiento fue
rechazado, el encolerizado Gregorio pronunció la
excomunión del emperador de la iglesia. Al mismo
tiempo, se le declaró depojado de su reino y sus
súbditos fueron absueltos de sus juramentos de
lealtad. Los supersticiosos temores de la gente, ya
suscitados por el interdicto papal, fueron
adicionalmente agitados por renovados embates del
Vaticano, y estalló la guerra civil. El poder de
Gregorio aumentó mientras el de Enrique menguaba,
hasta que el desdichado monarca, abandonado por casi
todos sus súbditos, rogó humilde el perdón del Papa.
Éste trató de manera tan insensible al arrepentido
emperador que el resultado fue una acerba venganza.
Enrique encontró pocas dificultades para reunir un
ejército de simpatizantes que condujo a Roma. Logró
entrar en la ciudad, deponer a Gregorio, y poner a
otro Papa en su lugar. El encarcelado Gregorio pidió
ayuda inmediatamente a Robert Guiscard, un gran
guerrero normando. Pronto se reunió un gran y
abigarrado ejército, y, a pesar de todos los ruegos
del clero y de los laicos para que Gregorio se
aviniera a un acuerdo con Enrique, el Papa se
mantuvo impávido. Estaba incluso dispuesto a ver la
más terrible carnicería en Roma antes que rendir sus
exaltadas pretensiones de que el emperador
«entregara su corona y diera satisfacción a la
iglesia». Tan pronto como Gregorio fue liberado de
su encarcelamiento por el triunfo de Guiscard,
entabló de nuevo una lucha contra Enrique, pero su
muerte impidió el estallido de aquella tormenta.
Las Guerras Santas — 1094—1270
Hacia finales del siglo undécimo,
Satanás cambió de táctica. El papado había ganado
poco con su lucha contra el emperador, y una
cuestión a resolver era cómo el poder espiritual
podría lograr un dominio total sobre el temporal.
Las nuevas tácticas que el enemigo sugirió, por
medio del genio malvado de Roma, fueron las Guerras
Santas. Las ocho Cruzadas que constituyen las
Guerras Santas se extendieron por todo el siglo doce
y gran parte del trece. Aunque totalmente fallidas
por lo que respecta al propósito para el que fueron
instigadas, la parte que tuvieron en el desarrollo
de la iglesia de Roma justifica alguna referencia a
sus motivaciones y desarrollo.
El objeto de las Cruzadas
Habían llegado quejas de Tierra
Santa por las afrentas y ultrajes sufridos por
peregrinos al Santo Sepulcro, y el Papa Urbano no
tardó mucho en darse cuenta de que Europa podría ser
sangrada y agotada si se organizaban expediciones
con el aparente motivo de rescatar el sepulcro de
Cristo de manos de los infieles turcos. Esto le
posibilitaría impulsar sus pretensiones temporales
de una manera que ningún Papa había podido antes de
él, porque los turbulentos barones y poderosos
príncipes estarían fuera de su camino, y no habría
nadie que se le pudiera oponer. Este plan,
diabólicamente astuto, tenía una apariencia de
justicia y de piedad, y los corazones de miles por
toda Europa fueron atraídos por él. Se basaba en un
emocionalismo y superstición sin frenos, y estaba
rematado por una blasfema oferta papal de absolución
de todos los pecados para todos los que tomaran
armas en esta sagrada causa, y la promesa de la vida
eterna a todos los que murieran en el intento.
La Primera Cruzada, 1094
En estas condiciones, no es
sorprendente que una enorme horda de sesenta mil
guerreros estuviera pronto lista para emprender la
primera cruzada a Palestina. Aquella expedición
estaba condenada al fracaso, y ni siquiera llegó a
Tierra Santa, aunque dos terceras partes de aquel
número murieron en el empeño. Los supervivientes
fueron reorganizados un año más tarde y, después de
una larga y sangrienta lucha, los cruzados lograron
asaltar Jerusalén. La carnicería que siguió fue
indescriptible, y la matanza de setenta mil
mahometanos fue considerada como una buena obra
cristiana.
La Segunda Cruzada, 1147
La segunda cruzada, unos cincuenta
años después de la primera, fue planificada de
manera mucho más cuidadosa. El número de
participantes aumentó a más de novecientos mil
hombres. Incluía (tal como era la intención original
de Roma) dos emperadores —los de Francia y
Alemania—, una hueste de sus nobles, y estaba
apoyada por la riqueza y el poder de las naciones.
La predicación de Bernardo
La predicación de esta cruzada había
sido confiada al famoso abad Bernardo de Claraval,
cuya gran elocuencia y peso moral fue indudablemente
útil para lograr tan gran número de los que se
pusieron bajo la bandera de la cruz. Pero esta
cruzada, como la primera, fue un fracaso miserable y
humillante, y se estima que cerca de un millón de
vidas se perdieron en la empresa.
La cruzada de los ninos, 1213
No es necesario dar detalles de las
cruzadas posteriores, aunque se puede hacer una
referencia incidental de que entre la quinta y la
sexta cruzada, hubo otra compuesta totalmente por
niños, organizada por un muchacho pastor. Es triste
registrar que este patético intento de conquistar a
los infieles cantando himnos y rezando oraciones
tampoco tuvo más éxito que las otras, y un gran
número de los noventa mil niños que emprendieron la
cruzada murieron de hambre o fatiga, o fueron
vendidos como esclavos. Las mismas causas
irrazonables y antiescriturarias, aunque
galvanizadoras, y los mismos resultados desastrosos,
se hacen evidentes en cada una de las expediciones,
ello a pesar del hecho de que durante doscientos
años fueron la fuente de una enorme riqueza y poder
para la iglesia, y de incalculable miseria, ruina y
degradación para las naciones de Europa.
San Bernardo y el monasticismo
Aunque la última cruzada nos lleva
al año 1270, tenemos que retroceder cien años, y
referirnos brevemente a la expansión de la vida
monástica, en particular bajo la influencia de San
Bernardo, abad de Claraval. Su predicación, que
precedió a la segunda cruzada, y que ya ha sido
mencionada, fue sólo una de sus muchas actividades.
Por medio siglo apareció como líder y rector de la
cristiandad —el oráculo de toda Europa. Aunque la
idea del monasterio había existido desde los tiempos
de Antonio, ya hacía ochocientos años, no hay duda
de que el interés en el monasticismo fue sumamente
estimulado durante la vida de Bernardo. A él mismo
se le atribuye la fundación de ciento sesenta
monasterios esparcidos por Francia, Italia,
Alemania, Inglaterra y España. La vida en estos
monasterios era extremadamente severa. Obrando bajo
la piadosa pero engañada suposición de que cuanto
más alejados estuvieran de los hombres, tanto más
cerca estarían de Dios, los monjes se infligían a sí
mismos todo tipo de tortura y sufrimiento. Bernardo
sobresalía en esto, y pasaba el tiempo en soledad y
en el diligente estudio de las Escrituras. El efecto
del sistema monástico en general sobre el pueblo en
las Eras Oscuras tiene que explicar su buena
disposición a creer cualquier cosa que les dijera un
monje, especialmente sobre el bien o el mal, sobre
el cielo o el infierno, y el monasterio era incluso
considerado como la puerta del cielo. Por engañado
que estuviera Bernardo, y a pesar de lo que registra
la historia de negativo en sus acciones, no se puede
dudar que era un verdadero creyente. En realidad, su
vínculo con el Señor tiene que haber sido real y de
gran valía para él, o nunca hubiera podido escribir
este himno:
¡Jesús! sólo en ti pensar
De deleite el pecho llena;
Pero más dulce será tu rostro ver
y en tu presencia reposar.
Detalles como éstos confirman la
anterior referencia a la ininterrumpida hebra de
plata de la gracia de Dios. Sin embargo, no se debe
dar la impresión de que todos los monasterios
llegaban a la norma de los que estaban bajo el
control de Bernardo, ni que la condición de estos
últimos se mantuvo igual tras su muerte. En general,
las condiciones en ellos era lamentablemente mala.
Testigos fieles en el siglo doce
A pesar de esto, el siglo doce vio
las actividades de otros hombres piadosos además de
Bernardo, y constituye un ejemplo trágico del poder
cegador del papado el hecho de que Bernardo
considerara generalmente a estos fieles testigos
como herejes. De entre estos pretendidos herejes se
pueden mencionar en particular a Pedro de Bruys y a
Pedro Waldo. Sus actividades fueron similares en
cuanto a que denunciaron abiertamente la corrupción
de la iglesia dominante y los vicios del clero.
Waldo fue el que llegó más lejos de los dos. No sólo
renunció a aquel sistema religioso como
anticristiano, sino que predicó el sencillo
evangelio, y, al traducir los Evangelios a la lengua
del pueblo, puso la Biblia en manos de los laicos,
hecho éste que provocó el interdicto del Papa,
excomulgándolo de la iglesia.
Tomás Beckett y el papado en
Inglaterra
La sinopsis del desarrollo histórico
del siglo doce no estaría completa sin una breve
mención de la larga pendencia entre Enrique II de
Inglaterra y Tomás Beckett, Arzobispo de Canterbury.
De hecho, se trataba del viejo conflicto entre la
Iglesia y el Estado, la misma batalla que había sido
librada entre Enrique de Alemania y el Papa
Gregorio, pero que esta vez se daba en suelo inglés.
Tomás Beckett, un inflexible vasallo de Roma, se
opuso violentamente a los deseos del rey de poner a
raya el crecimiento del poder papal en Inglaterra, y
no vaciló en actuar como traidor contra el rey para
alcanzar sus fines. Esto se hizo evidente cuando
Enrique y sus barones establecieron un código para
la protección de sus súbditos de las arbitrariedades
del clero. Beckett, inmediatamente después de haber
puesto su firma a estas leyes, las violó apelando a
Roma, y luego, bajo la promesa de la indulgencia
papal, rehusó reconocerlas en absoluto. Siguió a
esto una larga y acerba lucha entre Enrique y
Beckett, pero este último, renunciando a todos sus
títulos y cargos oficiales, y retirándose a la
posición de un monje austero y mortificado, pronto
se ganó las simpatías de las gentes supersticiosas.
Y así sucedió que cuando Beckett fue asesinado, más
o menos por inducción del rey, que el rey fue
acusado de tirano irreligioso, y Beckett recibió
culto como santo martirizado. Este desafortunado
incidente y la consiguiente humillación del rey, que
tuvo que dirigirse en humilde peregrinaje a pie a la
tumba de Beckett para ser allí azotado por los bien
dispuestos monjes, hizo mucho por extender por
Inglaterra la dominante influencia de Roma.
La maldad de los sacerdotes
En este tiempo, las condiciones en
la iglesia profesante parecían estar degenerando, si
ello fuera posible, hasta mayores profundidades.
Clérigos de todo rango estaban lanzados a la lucha
por la riqueza y el poder. La masa del pueblo era
sumamente ignorante, y carente casi totalmente de
espiritualidad. Menospreciando la educación, estaban
a merced de los sacerdotes, que veían el valor de la
ignorancia, y que buscaban, por todos los medios,
limitar sus conocimientos. Se ha dicho con razón que
Inglaterra, en el siglo doce, estaba gobernada por
los sacerdotes. Los monasterios se habían convertido
en palacios en los que los señoriales abades podían
dar sus suntuosos agasajos y darse a sus culpables
amores, protegidos por el fuerte brazo de Roma. El
astuto sacerdote podía pretender agitar la llave de
San Pedro en el rostro de su contrario, y amenazarlo
con excluirlo del cielo y encerrarlo en el infierno
si no obedecía a la iglesia. Era su pretendida
santidad y su malvada perversión de las Escrituras
lo que les daba tal poder sobre los ignorantes y los
supersticiosos. Además, desde el emperador hasta el
campesino, todo el interior del corazón de cada
hombre y mujer pertenecía a la iglesia de Roma y
estaba abierto al sacerdote. Ninguna acción, apenas
si un pensamiento, eran escondidos al padre
confesor. Los sacerdotes vinieron a ser así una
especie de policía espiritual ante la cual cada
hombre estaba obligado a informar contra sí mismo.
Las terribles amenazas de excomunión de la iglesia y
de las penas eternas del infierno obligaban al más
soberbio corazón a entregar todos sus secretos.
Luego, el dogma igualmente malvado y relacionado de
las indulgencias, por el cual los pecados eran
remitidos mediante una contribución a la tesorería
de la iglesia sin necesidad del penoso o humillante
proceso de la penitencia, trajo inmensas riquezas a
las manos de los culpables sacerdotes. Y aquí se
debe añadir lo dispuestos que estaban los sacerdotes
a cometer crímenes mucho más graves que aquellos de
los que con desgana absolvían a los cegados laicos.
Pero si los sacerdotes regían al pueblo, el Papa
regía a los sacerdotes. Todos le estaban sometidos,
y tanto más cuanto que durante aquel tiempo se
presentó de manera destacada el dogma de la
infalibilidad papal. La «Bula de Infalibilidad»
afirmaba que el Papa como cabeza de la iglesia
no podía errar cuando enunciara solemnemente, como
vinculantes para todos los fieles, una decisión
sobre cuestiones de fe o de moral.
La culminación del poder papal
El siglo trece se distingue
comúnmente como la era dorada de la gloria
pontificia. En este siglo iba a cumplirse la gran
ambición de los papas sucesivos desde el siglo
quinto en adelante de establecer el trono de San
Pedro por encima de todos los otros tronos. Fue el
gran Papa Inocencio III, que poseía una astucia
diabólica, el que sobrepasó los logros de todos sus
predecesores y logró el dominio sobre los reyes de
la tierra. No podemos siquiera mencionar los sucios
medios de que se sirvió para alcanzar sus fines, ni
hablar de los años de asesinatos y guerras con que
alcanzó su meta. Los coronados sacerdotes de Roma se
movieron con una mano maestra y con la aplicación
infatigable de toda la maquinaria del papado, para
que él mantuviera y consolidara la absoluta
soberanía de la Sede de Roma. Durante este tenebroso
período, Inglaterra iba a caer más que nunca bajo el
férreo dominio de Roma.
Inglaterra bajo el interdicto papal
Tanto fue ello así que otro
enfrentamiento entre el rey y el primado llevó a que
toda Inglaterra quedara bajo el interdicto papal.
Todas las actividades de la iglesia se suspendieron
hasta que el interdicto quedara levantado, y Juan,
Rey de Inglaterra, hubiera sido depuesto del trono,
y esto por orden del Papa. Entonces, y como
si esto no fuera suficiente, el Papa ofreció el
trono vacante ¡al rey de Francia! Roma, como la
mujer de Apocalipsis 17, estaba en verdad cumpliendo
la profecía divina de que «reina sobre los reyes de
la tierra».
Inglaterra se rinde a Roma, 1213
Juan, el rey depuesto, fue al
principio rebelde y desafiante, pero más tarde se
vio obligado a inclinarse humilde ante el Papa, e
Inglaterra se rindió abiertamente a Roma. Esto tuvo
lugar el 15 de mayo de 1213. ¡Pobre Juan! Había sido
el más despreciable tirano que jamás se sentara en
el trono de Inglaterra, y no pudo sobrevivir mucho
tiempo a este fatal acontecimiento. Murió en 1216
(sólo unas pocas semanas después que el mismo Papa
Inocencio), y murió, como ha dicho otro, «con un
carácter sin redimir por una sola virtud solitaria».
Una nueva persecución contra los
cristianos
Otra de las actividades de Inocencio
fue emprender una violenta persecución contra las
prédicas de Pedro de Bruys y de Pedro Waldo. Éstas
habían dado un fruto maravilloso, hasta el punto de
que se podían hallar seguidores de ellos en casi
cada país de Europa. La persecución, conducida
principalmente por el notorio Simón de Monfort, cayó
primero sobre los cristianos del sur de Francia.
Miles y miles fueron brutalmente asesinados en el
distrito de Languedoc. Se debe observar que éste no
era un ejército de la iglesia saliendo en santo celo
contra los paganos, los mahometanos o los negadores
de Cristo, sino la iglesia profesante misma contra
los verdaderos seguidores de Cristo, contra aquellos
que reconocían Su deidad y la autoridad de la
Palabra de Dios. Esto era algo nuevo en los anales
de la cristiandad; pero la inexpugnable obra de Dios
salió a la luz exactamente de la misma manera en que
había aparecido mil años antes en la fidelidad de
los mártires. En un lugar los ejércitos papistas
encontraron un número de cristianos, hombres y
mujeres, orando y esperando pacíficamente su fin.
Cuando se les presentó la doctrina de Roma como la
única alternativa a la muerte, contestaron a una
voz: «Nada queremos saber de vuestra fe; hemos
renunciado a la iglesia de Roma. En vano os
esforzáis, porque ni la muerte ni la vida nos hará
renunciar a la verdad que mantenemos». También es
interesante registrar que muchos de los valdenses y
albigenses, como se les llamaba, huyeron a otros
países, de manera que, por la gracia de Dios, el
verdadero evangelio fue predicado en casi todos los
rincones de la cristiandad.
La Inquisición
Fue al comienzo de estas guerras que
fue fundada la Inquisición, el más terrible de los
tribunales de este mundo, por influencia de Domingo,
un monje español que había tenido parte destacada en
la persecución contra los cristianos en el sur de
Francia. Al principio su actividad era secreta, pero
en el año 1229 fue reconocida públicamente su gran
utilidad en la detección de los herejes, y el
concilio de Toulouse la constituyó como institución
permanente. Se ordenó que se establecieran
inquisidores laicos en cada parroquia para detectar
a los herejes, con plenos poderes para que entraran
y registraran todas las casas y edificios, y para
someter a los sospechosos a cualquier examen que
consideraran necesario. La lectura de la Palabra de
Dios fue públicamente prohibida por Roma, e incluso
su posesión era considerada como un crimen capital.
Este terrible tribunal fue introducido gradualmente
en los Estados Italianos, en Francia, España, y en
otros países, pero nunca se permitió su entrada en
las Islas Británicas. No podemos aquí entrar en los
detalles de la Inquisición. Es cosa harto sabida que
las acciones más negras, la tiranía más arbitraria y
las crueldades más inhumanas que jamás ennegrecieran
los anales de la humanidad se perpetraron bajo la
blasfema pretensión de que los inquisidores estaban
manteniendo piadosamente los derechos de Dios en la
iglesia.
Estamos ahora aproximándonos al profundamente
interesante período de la Reforma, cuando no sólo el
soberbio edificio de Roma iba a ser desafiado, sino
también sacudido hasta sus mismos cimientos. La
importancia de la Reforma y el puesto que ocupa en
la historia de la iglesia hace necesario entrar en
ella con más detalle que hasta ahora en esta
historia
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